sábado, 19 de enero de 2008

The beauty of our weapons

Durante una reciente mudanza de mi madre, aproveché para apoderarme en forma definitiva de un par de objetos del patrimonio familiar -para ser exacto, de mi abuelo- que me fascinaban desde niño y que ahora tengo conmigo. El primero de ellos es una bayoneta alemana de la Primera Guerra Mundial, un objeto largo como un machete, ligeramente arruinado porque en su momento los vendedores decidieron matarle la punta, dejándola roma para venderlo como cuchillo para cortar el pan. Es solucionable, aunque a costa de cortarle un par de centímetros de filo.

El otro objeto es un revólver Smith & Wesson calíbre 38, de cinco tiros, de un modelo de principios del S.XX. No tiene balas y supuestamente no funciona, aunque el percutor parece estar en perfecto estado y el tambor gira alegremente cada vez que se oprime el gatillo. Tiene las cachas de plástico originales, con el bonito logo de Smith & Wesson, cubriendo una culata asombrosamente chica que no llega a ocupar todo el largo de mi mano. Teniendo en cuenta que es un calibre grande, supongo que para poder disparar con una cierta firmeza se debe sujetar la muñeca con la otra mano. No sé, nunca lo vi funcionar; era un objeto que mi abuelo mantenía cuidadosamente escondido de mí y que apenas había visto un par de veces en vida del mismo.

Aunque por supuesto es inofensivo en su estado actual de mal funcionamiento y carencia de balas, causa una sensación extraña el gatillarlo sobre la propia cabeza -o el apuntar y gatillar apuntándole a alguien-, un vértigo parecido a cuando uno se asoma de un balcón muy alto, pero que tiene que ver también con una cierta malignidad inmanente al objeto mismo y que comparte con la bayoneta. Al fin y al cabo y a pesar de ser mucho menos peligrosos que cualquiera de los cuchillos tramontina con los que como, se diferencian de estos objetos en su propósito original, que es simplemente el de matar personas.

La bayoneta es incómoda y excesivamente grande para cortar comida, delatando a cada segundo su único objetivo: el clavarse en el cuerpo de alguien, desde la punta de un mosquetón mauser o desde la mano de un soldado, ya que tiene -a diferencia de las bayonetas más toscas del siglo anterior que consistían apenas en un aro de hierro con un largo pincho- una empuñadura de madera y metal que recuerda a un águila y reboza de la elegancia de todas las armas germanas. El Smith & Wesson por su parte es un modelo orientado al mercado europeo, y como tal tiene líneas más delicadas -sobre todo en el metal que va desde el caño al gatillo- que otros revólveres contemporáneos de la casa.

Ignoro si estos objetos cumplieron alguna vez su propósito de ser; apostaría a que el Smith & Wesson no; ni mi abuelo ni su padre fueron -por lo que sé, porque todo el mundo tiene secretos- personas de armas tomar, y el perfecto estado exterior del mismo indica que rara vez salió de su cajón original. De la bayoneta no puedo aventurar absolutamente nada y su historial de muertes o fracasos es definitivamente secreta.

Es extraño pensar que ambas provienen de un tiempo, principios del S.XX, en el que era raro el hombre que llegaba a la ancianidad sin haberle quitado la vida -en forma justa o injusta- como mínimo a otro hombre en su camino. En términos de especie no ha pasado más que un suspiro desde aquellos días, pero sin embargo son objetos totalmente desnaturalizados para la mayoría de los occidentales, dejando de lado claro está a criminales, agentes de ley y militares. Son objetos a los que les tenemos más miedo que respeto, aún cuando incapaces de funcionar. Pero hay algo adentro nuestro que los reconoce como prolongación y como instrumento democratizador. "Dios creó a los hombres y Colt los hizo iguales" se decía cuando en el S.XIX aparecieron los revolveres Colt. Algo de eso hay, en cierta forma pone las cosas a una misma altura de seriedad.

El cariño por las armas, a pesar de que tal vez fuera el sustento secreto de muchos revolucionarios izquierdistas, es un afecto que pertenece al campo imaginario de la derecha. Debe haber pocas organizaciones más ligadas a la ultraderecha en EE.UU. que la National Rifle Asociation (NRA), conocida por su lucha por el derecho de los ciudadanos a tener y portar armas. Sin embargo y sin ignorar muchos de los intereses que hay detrás de esta organización y de lo repelente que suele ser la ideología de sus adeptos, los dos argumentos sobre los que defienden su derecho a poseer armas de fuego son bastante atendibles. En primer lugar las simple argumentación -indiscutible, por otra parte- de que son los hombres y no las armas los que matan gente, y que un adulto tiene derecho a poseerlas, para su defensa o entretenimiento, sin ser evaluado en relación a los actos de criminales. No es algo tan distinto a las concepciones libertarias sobre el derecho a tomar drogas, o a abortar.

El otro argumento que sostienen es que es peligroso que el estado tenga el monopolio de la tenencia de armas y que los ciudadanos tienen que tener la posibilidad de armarse para resistir a un eventual gobierno tiránico, algo que está escrito en su consititución. Este argumento es muy preocupante dentro del sistema norteamericano, ya que, con algunas excepciones, estos no se han caracterizado por el reprimir o tiranizar a sus gobernados, algo que al parecer prefieren hacer fuera de frontera. Sin embargo esta idea no parecería nada insensata en países como los del Cono Sur, que han sufrido impotentemente la violencia estatal contra su población.

Es por supuesto un tema muy complicado, tanto que incluso Michael Moore en su brulote contra la NRA y la tenencia de armas, Bowling for Columbine, dejaba claro que hay otros países en los que es tan sencillo conseguir armas como en EE.UU., y que sin embargo en ellos no se producían atrocidades domésticas como este. Me gusta pensar que el concepto de Moore -que es un tipo mucho más inteligente de lo que se cree- no es que el tener armas sea necesariamente dañino para los adultos, pero que los estadounidenses no son adultos en relación a las armas.

No es la legislación sobre lo que me interesa hablar -al fin y al cabo creo que estoy de acuerdo con ambas posiciones al respecto, lo que me ahorra de muchos problemas- sino sobre la fascinación, la naturaleza de la fascinación. El recuerdo de la proximidad del bicho territorial, del animal cazador; el paisaje de ese lugar al que queremos ir cuando de niños jugamos a la guerra, y el que nos hipnotiza de grandes en la pantalla cada vez que nos enamoramos, con culpa o sin ella, de la representación visual de la violencia.

Pero no tengo nada que decir al respecto, nada razonable. Solo tratar de describir el peso, cómodo, del metal en la manor, la línea desde el percutor a la mira, el suave sonido metálico al amartillar... algo que se ordena y hace click.

Hace un tiempo escuché un click similar, paseando a tranco lento en un caballo color caramelo, cerca de la rivera del Río Negro, con un rifle a la espalda. Estaba atardeciendo y no pasó absolutamente nada, sólo que todo estaba finalmente ordenado. Como cuando terminás de afinar la primera y pasás la púa sobre las seis cuerdas afinadas. Recuerdo ese momento desde esta silla demasiado cómoda, frente a esta pantalla titilante. Debería haberme sacado una foto para saber cómo me veo cuando me siento así.