lunes, 25 de agosto de 2008

Los años tóxicos

One Law for the Lion & Ox is Opression.

Terminé de ver hace unos días la miniserie de cuatro capítulos The Drug Years, producida por VH1 hace un par de años. Recientemente había visto otra miniserie documental de VH1 -Heavy, sobre la historia del heavy metal- tan buena que no me sorprendió demasiado la calidad de The Drug Years. No es que la miniserie tenga grandes revelaciones, pero el material documental reunido -propaganda televisiva anti-drogas, filmaciones de experimentos con soldados colocados con LSD, Acid tests- y los fascinantes entrevistados -Legs McNeil, Peter Coyote, Henry Rollins, Tommy Chong, Liz Phair- la vuelven un excelente material de divulgación, y una obra de sano espíritu libertario o, por lo menos bastante objetivo, lo que en este tema acosado por el oscurantismo siempre es libertario.

Pero es una historia triste. Aunque no es terriblemente pesimista y el testimonio más recurrente en sus cuatro capítulos es el del sensatísimo Martin Torgoff, autor de Can't Find My Way Home: America in the Great Stoned Age (un hombre que sabe de qué esta hablando), hay algo muy depresivo en un documental que comienza con las opiniones de personajes como Ken Kasey, Timothy Leary o Wayne Kramer, y que culmina con las de una señora desagradable de una organización anti-drogas que sostiene que Ronald Reagan fue el gran héroe de la guerra contra las drogas y que compara cualquier consumo de cualquier sustancia con el SIDA. Los tiempos cambiaron. Para mal, por supuesto, aunque la gente siga consumiendo en cantidades industriales cualquier cosa que le permita salir de la stasis, de alguna forma la batalla de las ideas fue ganada por los reaccionarios, y lo que antes se veia como una forma de liberación, automodificación y conocimiento hoy apenas se merece el lugar culposo del hedonismo y las libertades individuales. Pero fue otra cosa.

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The Drug Years es muy diáfano en cuanto al cambio cualitativo de la reacción de los poderes ante las drogas, y que puede resumirse en el ascenso de Ronald Reagan a la Casa Blanca, es decir, al trono del mundo. Reagan, un delator del tiempo del mccarthismo que grababa publicidad alertando acerca de que la medicina gratis era la puerta de entrada del comunismo, tenía un hijo que cultivaba marihuana en su casa y, trabajando en Hollywood, es de suponerse que tuvo más que un contacto directo con la realidad objetiva de los drogones. Pero era una rata -con perdón de los roedores- y su necesidad de acumular poder por oposición era mayor que cualquier hecho objetivo con el que hubiera tomado contacto.

Reagan entendió a la perfección que una nación arrogante que se siente resquebrajada y debilitada -como se sentía EE.UU. en los libertinos años 70, con los rusos invadiendo Afganistán y el precio del petróleo inmovilizando los Buick y Cadillacs- necesita enemigos contra los que unirse y unificarse. Estaban los comunistas, y Reagan comenzó la peligrosísima carrera armamentística que terminaría quebrando la economía rusa, pero con ellos no alcanzaba, había que eliminar todo tipo de pensamiento diferente y articulado. Los drogadictos o los consumidores de drogas no eran necesariamente vistos como criminales anteriormente a la administración Reagan. La generación de difusores de alucinógenos en los 60 fueron perseguidos como pensadores peligrosos y potenciales subversivos, pero eran universitarios brillantes, no malandras. Es durante la administración Reagan que el modelo de difusor de drogas deja de ser Ken Kesey y pasa a ser Scarface. Los tiempos y las drogas habían cambiado.

Es instructivo el repasar las publicidades, conducidas por Nancy Reagan, de la campaña del Just Say No!, una campaña tan estúpida, totalitaria y manejada por gente tan fea que es increíble que haya sido algo global en su momento. Un fracaso absoluto también, ya que los niños a los que se les dirigió dicha campaña fueron los mismos jóvenes de la revolución cultural de las raves y las fiestas comunitarias de la electrónica, es decir, una de las generaciones más drogonas de los últimos 50 años (irónicamente el documental muestra a Nancy Reagan haciendo su despreciable propaganda en una escuela de la comedia Diffrent Strokes o Arnold, una serie casi maldita que se destacó justamente por los monumentales problemas de drogas que tuvieron sus protagonistas en los años siguientes). Cuando uno lo piensa el Just Say No de Nancy Reagan es una de las argumentaciones más totalitarias y fundamentalistas de los tiempos modernos: no dudes, no debatas, no investigues ni diferencies, tan sólo decí que no.

Los Reagan y los suyos, esa gente desagradable y con las manos tintas de sangre, sentaron las bases ideológicas que sostienen que cualquier variación o decisión adulta sobre el propio estado de consciencia y percepción es un delito digno de penalización, y para convencer al mundo se apoyaron -como todos los sistemas represivos- en los peores ejemplos de los consumidores. Era la era de la cocaína, pero aún así sólo uno de cada cuatro estadounidenses consumidores habituales de cocaína -una droga bastante adictiva- presentaba síntomas de consumo problemático. Pero el mundo se estructuró para todos en relación a esa persona. Y para cuidarla se creó la DEA, los convenios internacionales contra las drogas, los acuerdos macro de la ONU y la OMS. Es decir, la Policía de la Salud.

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Las palabras conservan connotaciones a lo largo de los siglos, el término griego pharmakon, que denota simultáneamente "veneno" y "cura" proviene de los pharmakos, una suerte de chivos expiatorios a los que se sacrificaba de a dos en tiempos de desastres y calamidades. Estos dos hombres, los pharmakoi, eran arrojados de un acantilado o quemados, pero algunos estudiosos sostienen que simplemente eran golpeados y rechazados. En todo caso todas las variables de la relación de los hombres con los fármacos, las drogas y sus usarios, están contenidas en estas palabras. Ya en esas palabras está contenida la potencialidad de veneno, la de cura y los tipos a los que hay que marginar, hasta de la vida, para que los poderes se asienten en su opuesto.

La Policía de la Salud, que hoy en día gobierna Uruguay (y casi todo el mundo) decidió que como hay gente que se emborracha -una decisión que los borrachos hacen cuando están sobrios y conscientes- y actúa violentamente, hay que prohibir la venta de alcohol en espectáculos deportivos y culturales masivos. Una decisión muy próxima a la infausta Ley Seca y que atropella una buena cantidad de libertades individuales, pero que se hace en aras del bien público, porque es más fácil prohibir (prevenir) que hacer responsables luego a los enfermos mentales de sus actos de violencia consciente.

Yo creo que si uno tiene la curiosa idea de romperle una botella en la cabeza a otra persona estando borracho, esa no es una decisión que el alcohol tome por uno, sino que uno -que ya de partida es una bestia inmunda si considera algo posible el romperle la cabeza a un desconocido- la tomó en el momento en que decidió anular químicamente sus reflejos represivos en una situación social. En las décadas que llevo bebiendo jamás se me ocurrió hacer algo así, pero sí me di cuenta que era muy peligroso que yo manejara luego de beber, por lo que dejé de manejar. De eso debería tratarse en el mundo adulto, de decisiones responsables. Ah, pero hacer responsable a la gente cuesta relegar poderes, cuesta policía y cuesta cárcel y cuesta eficiencia, así que el Estado prefiere anular algunos puestos de trabajo (vendedores de cerveza, distribuidores, etcétera) e igualar hacia abajo, colocando a todos los bebedores a la altura de los borrachos más despreciables. Pero la ley, además, prohibe la venta de alcohol en cualquier puesto a 500 metros de un evento deportivo o cultural masivo. Es decir que cualquier bar que esté situado a cinco cuadras de un estadio (piensen en cada estadio que conocen y en su radio de 500 metros y van a localizar mentalmente una buena cantidad de bares, minimarkets y demás expendios de bebidas alcohólicas), tiene que sacrificar de un plumazo buena parte de su recaudación -en muchos casos su mejor día de recaudación- porque a un burócrata con ganas de dirigir la conducta de otras personas no se le ocurrió ninguna otra solución. Y porque es más barato y hay que pensar menos.

En 1994 tuve la oportunidad de asisitir al concierto de Tropicalia 2 en Salvador do Bahía. Por supuesto fue una maravilla, pero posiblemente lo que más me maravilló fue el que en un concierto para unas 30.000 personas, se había montado -junto a la gran explanada frente al escenario- una especie de feria en la que se vendían, casi exclusivamente, todo tipo de bebidas alcohólicas, incluyendo varias de esas sustancias norteñas casi letales. Y, para sumar riesgos, las vendían en botellas de vidrio. Recuerdo pensar que de hacer algo así en un evento musical en Montevideo, el saldo sería de cinco o seis muertos a botellazos. Pero bueno, así son los violentos brasileños, los del país de los malandras: no hubo el menor incidente. Recuerdo que lo más inquietante que me pasó en ese recital fue que la mulata que estaba adelante mío, sin haber cruzado palabra conmigo, me tomó ambas manos para colocárselas sobre las caderas, para que la apoyara mientras bailaba "Aquel abraço".

A lo que voy es que es reductor y opresivo el generalizar en función a colapsos culturales. Es cierto, la violencia magnificada por el alcohol es habitual en los partidos de fútbol. También en los recitales de música tropical. Sin embargo no existen antecedentes en los espectáculos de carnaval, y en los conciertos de rock casi ha desaparecido, tal vez porque misteriosamente algunos sectores de la sociedad uruguaya han progresado culturalmente en algunas cosas. Pero con esta legislación sería imposible tomar una cerveza en una Fiesta X (dónde a pesar de las multitudes congregadas jamás hubo un incidente de importancia atribuíble al alcohol), e ir cinco horas a una Fiesta X sin tomarme un trago me parece tan divertido como mirarme las manos durante el mismo tiempo y sin haber tomado ácido. Igual, hay un señor que ha decidido por mí, y por supuesto sin consultarme, el que eso sea así. Y posiblemente al decidir eso haya decidido que no haya más recitales masivos como la Fiesta X, porque la ecuación de conveniencia para las barras que se instalan en la misma va a caer notoriamente, y sin su inversión no hay fiesta, no hay cachets, no hay producción y no hay música. Seguramente los responsables de ese proyecto de ley suponen que las fábricas de celulosa y los cultivadores de soja van a darle trabajo a la gente que por esta legislación precautoria pierda el suyo, o sienta sus ganancias notoriamente mermadas. No importa porque es por tu bien, y porque ellos viven de otra cosa.

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La Policía de la Salud, como casi todas las policías, es increíblemente imbécil, pero esa imbecilidad -como suele suceder con las taras- irradia seguridad y convencimiento, y, como apela al miedo, tiene todos los poderes que el miedo le otorga. En un país en que la interrelación social está groseramente desgarrada y en el que la gente le tiene miedo a sus conciudadanos, no hay nada que produzca más miedo que alguien que no lo tiene, alguien desinhibido.

Y hoy en día el nombre de todos los males en Uruguay se relaciona con un desinhibidor químico: la pasta base. Posiblemente una de las pocas drogas de las que no existe un lado bueno, la pasta base es el equivalente en drogas a lo que sería el alcohol azul con alpiste para las bebidas. Es decir, algo tan tosco, dañino para el organismo y de efecto tan brutal que cuesta encontrar una razón para que alguien -por más ganas que tenga de estar colocado- lo consuma. Pero es barata y su propia satanización le ha dado la excusa perfecta a gente que no tiene casi nada para asumir la irresponsabilidad total y no sentirse culpable. ¿Acaso Linda Blair era culpable de tener al conglomerado de demonios Legion adentro de ella? No, para nada. Así que lo mismo cuenta para los endemoniados por la pasta.

Hace poco veia un informe televisivo sobre un grupo de adictos a la pasta base en un centro de rehabilitación. Ninguno de ellos parecía particularmente inteligente ni atractivo, pero hablaban con convencimiento frente a la cámara sobre su lucha. Sobre la gesta de derrotarse a sí mismos y volver, born again, de la pesadilla de la adicción. Yo pensaba, al verlos, que esta era posiblemente la única chance de que estos chicos aparecieran en televisión, y, en cierta forma, la única forma de presentarse como militantes de algo, como vencedores, como soldados de su propia salud, ese bien religioso amenazado por sustancias inanimadas que, sin embargo, parecen tener intenciones propias y malignas. Esos chicos no tenían otra cosa que hacer que fumar pasta, ahora no tienen otra cosa que hacer que luchar contra ella en su cuerpo y en su discurso. Cuando no tenés nada cualquier cosa es algo.

Disculpenme si no me despiertan particular admiración. La limitación y la victimización no son algo que me maraville ni que me merezca particular respeto. Ojalá que dejen de tomar porquerías, ojalá que encuentren algo en sus vidas que valga la pena, ojalá que no se acostumbren a tercerizar sus propios errores y decisiones. Ojalá que aprendan a valorarse por las cosas que hacen y no por las cosas que dejan de hacer.

Los chicos de los barrios se intoxican con pasta base y alcohol para hacer las cosas que desean hacer pero que les resulta difícil. El que los hombres se intoxiquen a la hora de emprender acciones atroces es viejo como cagar sentado. Se habla mucho de las drogas ingeridas por los estadounidenses en Vietnam (principalmente marihuana, opio y heroína), pero estas eran consumidas sobre todo en los descansos lejos de la línea del frente. En cambio las drogas y el uso abusivo de desinhibidores fue extenso en la Segunda Guerra Mundial, dónde el uso de anfetaminas en el campo de batalla fue generalizado hasta un punto asombroso, sobre todo entre los pilotos de combate. Entre ellos los más colocados, según Antonio Escothado "embalsamados en anfetaminas" fueron los pilotos kamikaze. Es comprensible, si te vas a reventar contra un porta-aviones lo más aconsejable, por más patriota que seas, es estar totally wired.

En eso se han convertido los chicos del Uruguay fracturado, en kamikazes de pasta base cuyo único motor vital es el de desaparecer en una ráfaga de gloria. No en el divino viento patriótico sino en el del simple estallido de violencia que se justifica exclusivamente por el ruido que produce. Cuando nadie sabe que existís, hasta el ruido de tus huesos al quebrarse sirve de llamador.

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El Ministerio de Salud decidió hace un tiempo prohibir todo tipo de publicidad de tabaco en Uruguay, lo que, por supuesto, afectó a todos los medios de prensa uruguayos. Pero un día se dieron cuenta de una cosa terrible: existen otros medios de prensa además de los uruguayos, y las legislaciones uruguayas no corren para ellos. Y, para peor, esos medios llenos de espantosa publicidad tabacómana, se importan y son leídos en Uruguay. Y eso había que evitarlo. ¿Cómo? Prohibiendo que los diarios y revistas extranjeros contengan publicidad de cigarrillos, claro. Pero, ¿cómo se hace eso? ¿cómo convence María Julia Muñoz al New York Times o a Veja que no pueden publicar publicidad de cigarrillos? Pucha, que feos son los límites del poder, que feo que en el mundo haya gente a la que uno no domine.

Winston Abascal, director del Programa de Control de Tabaquismo hizo todas las piruetas para explicar por radio que las revistas extranjeras que entran en nuestro país están incumpliendo una ley nacional. Aclaró que "no es que se prohíba la circulación de la revista, se prohibe la publicidad, porque eso es lo que indica la ley que votó el Parlamento". Pero la pregunta era obvia; ¿cómo prohibís la publicidad sin prohibir la revista que la contiene? La respuesta parece digna de un sketch de Alfredo Casero, "bueno se la cubre con uno de esos lápices que tapan". Incluso antes de imaginarse el absurdo de los distribuidores de revistas contratando a miles de trabajadores para que cubran cuidadosamente con liquid paper los avisos de una página de Marlboro o Lucky Strike de miles y miles de revistas -o de suponer que las editoriales de dichas revistas van a imprimir una edición especial libre de avisos nicotineros para Uruguay-, habría que instrumentar un mecanismo legal por el cual un jerarca que diga algo de semejante imbecilidad fuera destituido de su cargo sin procedimiento previo. Aparentemente han transado por colocarle a esas publicaciones un sticker advirtiendo que dentro de las mismas hay letal publicidad de cigarrillos.

Cualquier lector de este blog sabe la poca simpatía que le tengo a la publicidad -que por desgracia se ha convertido en la principal forma de financiamiento del intercambio de información y cultura, vaciado de valor monetario por el intercambio electrónico-, pero acá uno tiene que hacer de abogado del diablo. Si se cree que la publicidad posee tal poder de sugerencia que todos los que estén sometidos a su influjo pierden la capacidad de discernir y elegir, entonces debería prohibirse toda publicidad, incluso la de sustancias no dañinas para la salud, ya que estarían ejerciendo alguna suerte de control mental masivo. Si se cree que sólo predispone a determinados consumos mediante su propia argumentación -que de ser mentirosa podría ser sometida a juicio, como todas las argumentaciones falsas- , entonces debería ser tomada como una sugerencia, como una opinión. Y las opiniones, aunque estén sustentadas en un interés comercial, no se prohibien.

Las regulaciones prohibitivas de un producto en su totalidad son un excelente ejemplo de censura, y es una buena prueba del éxito intelectual de la Policía de la Salud el que no haya sido percibida como tal. Mientras que han habido multitudes de periodistas supuestamente liberales rasgándose las ropas a causa de las simples expresiones de deseo de jerarcas culturales como Jorge Denevi o Luis Mardones de una cierta regulación en las ondas públicas, hubo muy pocas quejas con respecto a la prohibición absoluta de cualquier publicidad de cigarrillos. Sin embargo fue un alevoso hachazo a la libertad de expresión. Porque, objetivamente, ¿qué es la publicidad? Información sobre un producto, información simbólica, parcial y generalmente mal intencionada, pero a fin de cuentas información. Es información flechada, que toma solo una parte de los hechos, que intenta operar e influir sobre los puntos de vista de quienes la reciben y que está movida por intereses personales de quienes la generan. Es decir, lo mismo que se puede decir de cualquier página editorial de cualquier diario.

¿Qué pasaría si El País, o El Observador o la diaria decidiera comenzar a publicar una columna a favor del cigarrillo y la nicotina, y detallando sus virtudes? Por ejemplo, decir verdades objetivas (y no siempre conocidas), como que el cigarrillo adelgaza, que además de moderar el hambre quema calorías. Que la nicotina calma o excita en forma moderada, siendo tal vez la única substancia que posee ambas funciones. Que atenúa los efectos del alcohol, moderando las borracheras y salvando así a muchas personas de peligrosas experiencias de ebriedad. Uno de los más notables capítulos de House presentaba al buen doctor salvándole la vida a un paciente recetándole volver a fumar, lo que de alguna forma le regulaba un problema pulmonar. El caso era raro, pero como todos los de esa serie apoyado rigurosamente en ejemplos científicos. ¿Qué pasaría si en alguno de esos medios a alguien se le ocurriera semanalmente escribir sobre bondades subjetivas del cigarrillo? Es decir, cosas tal vez difíciles de verificar, pero que pueden ser tan verdad como cualquier otra hipótesis subjetiva. Por ejemplo que fumar es genial porque te hace parecerte a Humphrey Bogart o a Rita Hayworth. Que fumar es buenísimo porque le hace ver a tus pares que no tenés miedo de la muerte joven. Que a las mujeres les gustan los hombres fumadores porque irradian desprecio a la parca. Yo puedo pensar eso, pueden ser soberanas pelotudeces pero, ¿puedo decirlas en un medio uruguayo?

A ver, las autoridades uruguayas decidieron que fumar es malísimo, la propaganda de los que piensan lo contrario ha sido prohibida. ¿Cual es la diferencia real entre eso y la censura en los Emiratos Árabes o en China? En esos países las autoridades también creen que cosas como que los homosexuales puedan vivir, que las mujeres se vistan como quieren o que la gente elija a sus autoridades son cosas malísimas. En Escocia, país que adoptó una legislación similar a la uruguaya, se exigió que se modificara una obra en la que un actor que personificaba a Winston Churchill aparecía fumando un habano, cosa que el viejo bull-dog hacía todo el tiempo. Algunos empresarios de Hollywood han estado jugando con la idea de alterar digitalmente algunas películas clásicas para que sus protagonistas no aparezcan fumando los cigarrillos que fumaban cuando fueron filmados originalmente. ¿Cuál es la diferencia real entre esto y las toscas modificaciones de la Historia que hacía Josif Stalin, eliminando a sus disidentes no sólo del mundo sino también de las fotografías oficiales? La Policía de la Salud ha criminalizado tanto y difundido tanta culpa alrededor de cualquier conducta que potencialmente atente contra el propio cuerpo, que estos flagrantes atropellos a la libertad de opinión e información han pasado desapercibidos, o se han tolerados con el mismo espíritu que en algún momento se toleró que algunos elementos potencialmente peligrosos para la sociedad fueran perseguidos, escondidos, desaparecidos. ¿Es bruta la comparación? Sí, más que bruta es brutal, pero en el fondo está en el mismo paradigma y es una cuestión de grados.

El cigarrillo mata, sin dudas, pero no obliga a morir. Se puede dejar de fumar, no es imposible; yo me animo a asegurarlo porque lo hice (de dos cajas diarias), y me pareció mucho más fácil de lo que dice la gente que nunca hizo nada difícil, y necesita romantizar o magnificar sus pequeñas luchas y victorias. Y más fácil todavía es directamente no empezar a fumar. Estamos todos bien informados acerca del cigarrillo, así que no hay tu tía. Mucho más nerviosos tendríamos que estar sobre el uso de los celulares o el consumo de transgénicos, sobre los que no se sabe un carajo -y lo poco que se sabe es bastante preocupante- y que son productos ampliamente promocionados por el gobierno que persigue a los cigarrillos y los fumadores.

Si un adulto decidió correr el riesgo de joderse la salud e incluso morirse por fumar, viva su cara. La muerte es un derecho, el planeta esta sobresaturado de humanos y si alguien quiere irse antes y dejar espacio a los nobles animales porque quiere vivir (y morir) de otra forma y a otro ritmo, es una de sus potestades, y no hay por qué considerarla una maldición. La lucha por la autodeterminación y la libertad individual ha sido larga y dolorosa, y cada paso adelante ha llevado décadas. Es aterrador que se vuelva atrás a tanta velocidad y se sea tan poco consciente de ello. Es aterrador lo dóciles que se han vuelto las personas ante la opresión cuando esta es ejercida en nombre de la salud. Es aterrador que no sientan ni la montura ni el peso del jinete.

Me gusta haber recuperado mi sentido del olfato, me gusta subir una escalera de dos pisos y no quedarme sin aire, me alegro, cada vez que pienso en ello, de que mi ropa no tenga olor a cenicero y que mi aliento tampoco. Ojalá que la chica con la que salía deje de fumar, ojalá que mis sobrinos nunca comiencen a hacerlo. A veces extraño hacerlo, a veces me gustaría fumarme un cigarrillo al atardecer, escuchando "Invierno Porteño" de Piazzolla. Si pudiera fumar dos o tres cigarrillos por día, lo seguiría haciendo, pero sé que no tengo autocontrol en lo que refiere al tabaco y a la nicotina. No es problema del tabaco y la nicotina, es problema mío. Me hago cargo de eso y me limito, muy de vez en cuando, a encender tu cigarrillo, dar una primer y uníca pitada y luego ponertelo en la boca.

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Me gusta poner en contraposición las estadísticas de las muertes producidas por los accidentes de tránsito en relación a las producidas por las drogas. Es una comparación más bien grotesca, porque es de alrededor de 350 a 1 -y un 1 muy relativo porque no todos los años muere alguien en Uruguay por un exceso de drogas y en muchos casos esa muerte puede atribuirse a alergias, condiciones congénitas pre-existentes o efectos relacionados con el corte-; se me suele decir que es una comparación imposible, ya que se está evaluando una conducta recreativa innecesaria en relación a otra que es una necesidad de desplazamiento. A veces me molesto en al menos inquerir a cuántos les parece que realmente necesitaban estar encima del auto que los mató y qué, además, mató a terceros, algo que las drogas no hacen.

Hay decenas de estadísticas e infografías que se mueven sobre las mismas variables: aumento del consumo de tal o cual sustancia, porcentajes de reincidencia, costos hospitalarios de las afecciones que se supone que tal o cual sustancia produce... etc. Pero si algo le enseñó a algunos -aunque no tengan ni la menor idea de quién era Derrida- la Segunda Guerra del Golfo es que tanto como las respuestas importan las preguntas y, sobre todo, quién y dónde las hace. Mientras todo el mundo debatía si Irak tenía o no armas de destrucción masiva y los inspectores de la ONU fallaban en encontrarlas una y otra vez, nadie hacía la pregunta realmente relevante: ¿tenían derecho naciones que sí tienen armas de destrucción masiva como EE.UU. e Israel a preguntarle a otra nación si las poseía, especialmente cuando al menos EE.UU. sigue siendo el único país que las utilizó, y contra población civil para peor? Cuando uno elige discutir en el marco de preguntas planteado por su adversario, ya perdió media discusión, porque ya aceptó los presupuestos de autoridad y de capacidad de juicio del mismo.

Imaginemos otras preguntas relacionadas con las drogas o las sustancias tóxicas en general. ¿Cuánta gente se suicida en Uruguay, un país con un índice de suicidio terrible, por no tener acceso a nada que los entretenga o por no encontrar ninguna experiencia novedosa en sus vidas? ¿cuántos de los borrachos que se matan en las carreteras hubieran conducido mejor con su ebriedad atemperada por un poco de cocaína? ¿cuánto dinero le ahorran, ya que para algunos esa especulación nefasta es válida, al BPS las muertes prematuras producidas por el tabaco? ¿cuántos ex fumadores mueren a causa de la obesidad que les produjo el haber abandonado su hábito? ¿cuántos problemas nerviosos serios provienen del no tener acceso a sedantes de uso recreativo? ¿cuántos desastres familiares podrían haberse solucionado de tener alguna sustancia empática a mano durante una conversación? ¿cuánta gente habría aprendido a lidiar con sus miedos congénitos de pasar por una experiencia iniciática con sustancias visionarias en un entorno controlado? ¿cuántas variedades de plantas y cultivos relacionados con esto se podrían desarrollar y dar trabajo a cientos de desocupados, cuántas industrias? ¿cuántos delitos se habrían evitado de no necesitar los consumidores de recurrir al submundo criminal para abastecerse? ¿cuántos alcohólicos terminales habrían encontrado a tiempo una forma de ebriedad menos perniciosa en la que refugiarse?

Pero incluso estas preguntas son las paradigmáticamente incorrectas, porque vuelven a hablar en términos si se quiere relacionados con el concepto de salud que defiende su policía. Las verdaderas preguntas acerca de la pharmakon no son de índole médica, son de índole filosófica y tienen que ver con el sentido de la vida no con su supuesta duración. Y se pueden resumir en la siguiente: ¿puede una persona decidir por mí lo que me meto en el cuerpo y cómo tengo que vivir? Y especialmente, ¿puede esa persona decidirlo?

El problema de los tóxicos no es un problema de salud, es un problema de conocimiento y libertad. La libertad y su fantasma ha sido uno de los temas preponderantes en el pensamiento occidental desde los lejanos tiempos en que calvinistas y católicos decidieron -y por buenos motivos- convertirlo en el centro de todas las discusiones. Independizado el tema de los prejuicios religiosos, la capacidad de ser libre y las responsabilidades que acarrea pasó a la filosofía, convirtiéndose en uno de los ejes del existencialismo y el pensamiento del Siglo XX. Incluso la deconstrucción derridiana reconoce el poder evocador del concepto y hace de la cadena de significantes pharmakeia-pharmakon-pharmakeus, uno de los centros ejemplares de sus estudios platónicos. Pero, por supuesto, ninguno de estos pensadores modernos se puso a legislar sobre la interrelación entre la libertad y la elección subjetiva de nuestros venenos.

En nuestro país, el principal cruzado contra los tóxicos (descontando a varios chupamedias satélites que andan por ahí) no es un filósofo sino un oncólogo. Es decir, un mecánico celular que pertenece a una especialidad médica que sigue siendo derrotada por su objeto de estudio, y que -además- en el caso particular de quién hablamos pertenece además a una antigua secta esenia que cree en un amigo imaginario que vive en el cielo, y en un pozo de fuego en el que va a ser torturada eternamente la gente como yo. Disculpenme si esas credenciales no me impresionan como para cederle la autoridad moral para decidir sobre lo que me meto en el cuerpo. Disculpenme si no le concedo la administración de mi ánimo a quién tuvo su mejor momento en la administración de un cuadro de fútbol.

De vez en cuando se le pregunta a alguno de los jerarcas de la Policía de la Salud si tuvo alguna experiencia con drogas ilegales. La respuesta casi invariablemente es "no". Lo cual quiere decir que ellos desconocen algo que cualquier chico de 14 años que se haya fumado un porro tiene muy en claro, por de pronto el atractivo de hacerlo. Imagínense que los exámenes de admisión a la Escuela de Música fueran tomados por profesores que han estudiado la historia de la música y que saben leer partituras a la perfección, pero que son completamente sordos. Bueno, es lo mismo. Esa gente ignorante debería ser destituída en el momento en que terminan de articular ese estúpido "no", la palabra favorita de la gente con miedo.

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El deporte, la droga de los que no se animan a drogarse de verdad, es colocada por el discurso oficial de este y todos los países modernos como el sustituto y el remedio de todas las intoxicaciones malas y prohibidas. Hay que reconocerle al deporte su enorme poder alucinógeno; no me refiero a la simple capacidad que tiene de alterar algunas percepciones mediante las alteraciones aeróbicas (un principio que también está en ) sino a su sorprendente capacidad de hacer pasar compañías privadas despiadadas como los clubs de fútbol por instituciones espirituales. O hacer, lo acabamos de ver en las Olimpíadas, que China parezca una nación ejemplar y no la repugnante dictadura capitalista que es. Creo que ni una sobredósis del peyote más poderoso puede generar semejantes efectos de alucinación masiva.

Curiosamente el deporte mata gente joven en cantidades que ni una oleada de heroína pura cortada con estricnina lo haría nunca: ¿a alguien se le ocurrió comparar las estadísticas de las víctimas de las drogas con las de los muertos o paralizados permanentemente por practicar la equitación, el ski o el alpinismo? ¿alguien cree que el deterioro físico producido por el consumo crónico de, digamos, marihuana o ectasy es mayor que el que le produce en los músculos y esqueleto la práctica profesional del atletismo? ¿conocen pasta base que deforme el físico en forma tan absoluta como la halterofilia? Sabemos que a mucha gente le revienta el corazón tomando cocaína o anfetaminas, ¿a cuántos haciendo jogging o entrenando para una maratón?

El deporte es bueno, claro, pero todos estamos de acuerdo que en una medida equilibrada, controlada, informada. A nadie se le ocurre siquiera ir a nadar sin saber hacerlo, o pretender nadar una distancia superior a la propia resistencia de nado. Bueno, sí, a algunos se les ocurre, pero por suerte luego sus genes no se siguen reproduciendo en próximas generaciones. La práctica de la mayoría de los deportes necesita de aún más preparación previa e información que la ingestión de la mayoría de las drogas, y entraña riesgos físicos aún mayores. Y la práctica de estos deportes, especialmente de los más peligrosos, está motivada por el mismo motor que induce a la experimentación con drogas: la búsqueda de sensaciones extremas . Entonces, ¿por qué el Estado alienta una práctica y la considera un orgullo mientras condena a la otra (y ni hablemos de la conjunción de ambas, el peor de los pecados en el mundo regido por la Policía de la Salud)?

En Uruguay, tierra de ideas magníficas, se les ocurrió elaborar, para esas almas en pena que son los adictos a la pasta base, un plan orientado a suplantar esta conducta perniciosa por la práctica de un deporte. ¿Qué deporte se les ocurrió que era el ideal? El boxeo. El programa Knock Out a las Drogas les propone a esos jovenes limados que deambulan como espectros por la ciudad abandonar la pipa y abrazar los guantes. Ahora, yo soy un gran admirador del boxeo y me parece una excelente disciplina, como todas las artes marciales, pero no se me ocurre que exista un deporte más lesivo -en su práctica propiamente dicha, no en su balanceado entrenamiento- para el organismo que el boxeo. De hecho es casi inevitable, al menos en el caso de los pugilistas profesionales, un grado más o menos severo de daño cerebral. Yo no estoy necesariamente en contra de esto y de hecho suelo defender su práctica ante los detractores (¿para-policiales de la salud?) enemigos de este deporte franco pero, ¿dónde entra esta recomendación de un deporte tan nocivo para el cuerpo en un discurso que ha llegado a auténticos grados de histeria en relación a algo tan discutible y relativo como los "fumadores pasivos"?

Pero bueno, el mundo se detiene cada cuatro años para celebrar las Olimpíadas de los que no toman drogas ¿Para cuando las Olimpíadas drogonas? Estoy seguro que podría armar un excelente equipo capaz de distinguirse en las disciplinas tan interesantes como snorting, toking, tripping y dealing. Yo mismo soy un maestro en el arte de no perder el hilo de la argumentación y el poder de discusión a pesar de estar totalmente ido, una habilidad que yo creo que merece una medalla.

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Esta es una era que -al menos en lo referido a este tema- será vista en el futuro como una suerte de Segunda Edad Media en la que se prohibía y perseguía a lo que no se conocía, basándose en los prejuicios más absolutos y tratando de mantener el monopolio de la realidad y el modelo social. La Policía de la Salud será vista como una Neo-Inquisición, y los Terence McKenna, los Timothy Leary y los Aldous Huxley serán reconocidos como Galileos con el telescopio invertido. Pero nosotros vamos a estar muertos para ese entonces y, si se sigue midiendo la existencia solo bajo el eje de la acumulación de tiempo y cosas, la Tierra también.

Ronald Reagan declaró la Guerra contra las Drogas, es decir, una guerra civil contra sus conciudadanos disidentes. Hoy en día hay un cierto consenso de que esa guerra fue perdida porque las drogas siguen en la vuelta, tal vez con más fuerza que nunca. Yo creo que esa guerra fue ganada por las fuerzas reaccionarias, porque a partir de ellas se instaló en forma definitiva el derecho de intromisión y persecución con la salud como excusa. Y es más, a partir de ella se modeló el concepto teórico de la guerra preventiva. De las quintas columnas ligadas al mal y presentes en cada barrio, en cada familia.

Hay un capítulo de la segunda temporada de Lost que demuestra hasta donde ha calado la política preventiva de los soldados de la Policía de la Salud. Uno de los personajes, un músico de britpop en decadencia llamado Charlie (uno de los hobbits de El Señor de los Anillos) es heroinómano y sigue enganchado de dicha droga -aparentemente es un consumidor de vía nasal- cuando el avión cae. Charlie tiene su stash, su provisión, pero deja de drogarse ante la presión del misterioso John Locke y el deseo de limpiarse para aproximarse a la rubia y joven madre Claire, y cuidar de ella y su retoño. Pero al tiempo encuentran un avión lleno de estatuas de la Virgen María repletas de heroína. Charlie se tienta y se lleva una, a la que conserva, intacta, en su carpa. Al tiempo Claire se entera de que la estatua, aún intacta, está llena de heroína, y lo echa a Charlie de su vida, dejándolo triste como un tango y más sólo que el uno.

No hay ningún personaje en Lost, ni ningún guionista que le haga decir a alguno de ellos la simple argumentación: "Claire, sos una pendeja conchuda e histérica. Este hobbit te salvó la vida como tres veces, le cambió la caca a tu bebé cuatrocientas, te consiguió manteca de maní, mató a un forzudo por vos, te armó la carpa y te bancó la cabeza durante dos meses en una isla desierta y llena de osos polares. Y, durante todo ese tiempo de miedo y abstinencia sexual, ni siquiera te pidió que se la sacudieras un poco a cambio. Ni siquiera por arribita del pantalón. Charlie nunca tuvo una conducta errática o amenazadora, ni siquiera cuando estaba totalmente colocado, pero cuando te enterás que tiene un nuevo stash de heroína, que no está usando, sólo como una probabilidad de consuelo y adentro de una estatua -es decir, en un lugar totalmente controlable para saber si el tipo se la está dando o no, porque hay que romper la estatua para sacar la droga-, lo sacás cagando de tu vida y preferís darle pelota a un pelado medio psicópata del que se sospecha que mató a uno de tus amigos. ¿Estás enojada con él porque te ocultó algo en una serie en la que todo el mundo le oculta todo lo que puede a los demás? ¿Lo considerás un peligro para tu bebé en una isla en la que hay humo negro consciente y una banda de forajidos que secuestran niños en la noche? Andá a cagar: las drogas y Charlie no son un puto asunto de tu incumbencia y sos una desagradecida. Chupapijas".

El razonamiento del personaje de Claire es menos verosímil que los osos polares, la escotilla en la tierra o el tamaño de esa isla, que permanece desconocida a pesar de ser tan grande como Sumatra, sin embargo a los guionistas de Lost -una serie bastante progre para los estandars de las series populares-, les pareció válido. ¿Por qué? Porque la figura del consumidor de drogas está tan identificada en la cultura popular con la irresponsabilidad y el peligro que la decisión de Claire es la única admisible en un programa popular. Exactamente igual que cuando en Dragnet, a fines de los sesenta, a los padres drogadictos se les ahogaban los bebés en la bañera todo el tiempo. En una isla desierta, sin recursos médicos y con una multitud de criaturas hostiles en la vuelta, una cargamento de heroína -un anestésico poderoso y en algunos aspectos superior a la propia morfina- sería una bendición del cielo que el doctor Jack cuidaría más que nada. Pero eso sería exigir razón en ámbitos discursivos dónde sólo hay que reproducir el miedo.

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Hay una escena que me conmovió profundamente en The Drug Years, una escena de un talk show de fines de los 80 en el que se discute acerca del MDMA, es decir, del ecstasy. El ecstasy -al igual que todas las drogas satanizadas posteriormente, fue legal durante mucho tiempo -y en una forma muy pura- hasta que alguien se puso nervioso y decidió que era demasiada alteración psíquica como para dejarla al albedrío de los ciudadanos adultos. Ahora, el MDMA debe ser -junto al LSD- la droga ilegal con más virtudes psiquiátricas confirmadas o latentes, y tiene un márgen de seguridad en su uso bastante alto; a no ser que se sufra de hipertensión, se tenga fallas cardíacas o que se combine un uso excesivo del mismo con largos períodos sin hidratación, los riesgos de salud son mínimos. Incluso los estudios sobre su uso crónico -que alertan sobre un deterioro psíquico relacionado con lo anímico- no son nada concluyentes y hoy en día -a casi 20 años de que buena parte de la juventud inglesa lo use en forma masiva- no se han notado consecuencias masivas de ninguna clase, más allá de un cierto sentido comunitario y la sonrisa de haberla pasado bien durante años. Como de costumbre, lo más peligroso del MDMA es su propia ilegalidad, ya que la misma impide un control mínimo sobre lo que realmente contienen las pastillas de ecstasy.

Pero a lo que iba era a esa escena del talk show, en la que -con la sustancia aún legal- se discute sobre la "droga del amor" y sus posibles efectos y riesgos. El conductor conversa con una mujer bastante joven, quién confiesa que sufre de un cáncer terminal, y que el uso del MDMA la había ayudado a aceptar su condición inmediata y a comunicarse con sus seres amados, superando las barreras culturales emocionales para preparar la despedida, para completar el relato del amor. Cualquiera que haya experimentado con MDMA en condiciones adecuadas y con una sustancia de buena calidad, sabe que definitivamente es una droga que puede lograr eso. Hoy en día la mujer que hablaba en ese talk show está muerta, ojalá que esa droga tan mala la haya ayudado a partir con dignidad y que su recuerdo prevalezca entre quienes la quisieron y consiguieron contactar con ella en auténticos términos de comunicación humana.

Pero ese es un camino cerrado por la ignorancia -incluso de los supuestos expertos médicos en la materia, que, como lo estamos viviendo, reproducen las mismas políticas de prejuicio al acceder al poder- a los miles y miles de enfermos terminales que yacen escondidos en hospitales para que no asusten al mundo con su muerte encarnada. Miles y miles de personas en estado de sufrimiento perpetuo que frecuentemente viven en estado de tortura permanente por estar sub-medicadas, ya que la Policía de la Salud no quiere que se vuelvan morfinómanas aunque estén al borde de la muerte. La Policía de la Salud -que lleva en su rostro las marcas de la adoración inquisitoria del cristianismo por el sufrimiento- prefiere el tormento antes que la adicción. La Policía de la Salud quiere que salgas del mundo quebrado, devastado por el dolor, bajo su control.

(Hace unos días se publicó como un gran avance que se autorizaba a no mantener artificialmente con vida a los enfermos terminales, dejando a la buena de la naturaleza la duración de su agonía. Esto que parece superficialmente un avance venía, sin embargo, de la mano de una mucho más explícita prohibición de cualquier tipo de eutanasia. Lo cual debe haber dejado de lo más contentos al clero, a la Policía de la Salud y demás administradores de la muerte, a quienes les deseo -con todo el odio que puede albergar mi pequeña, rencorosa y negra alma- que se mueran aquejados por el más doloroso y prolongado cáncer de huesos que se haya diagnosticado nunca).

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De la piel pa'adentro mando yo

He tenido experiencias psicotrópicas cuya única enseñanza fue que no debía repetirlas nunca, he tenido experiencias que me enseñaron muchísimo acerca de mi mismo, de la percepción del mundo y del mundo que no se ve. En situaciones controladas e informadas se las recomendaría calurosamente a todos los que supieran qué están haciendo y cuales son sus consecuencias. Como todas las decisiones adultas y responsables. Siempre he tenido en cuenta las recomendaciones de Carlos Castaneda, que sostiene que el uso del peyote sólo es necesario porque somos estúpidos y nos necesitamos creernos intoxicados para ver, y de William Burroughs, quién más suscintamente resumía todo con un "aprendé a hacerlo sin la puta química".

No sólo el uso habitual o excesivo de las drogas puede ser perjudicial para su salud; hay gente con problemas psíquicos que no deben acercarse a las sustancias visionarias o alucinógenas nunca, gente con problemas cardíacos que deben mantenerse lejos de los estimulantes, gente con propensión a lo compulsivo que ni debe de pensar en introducir nuevas variables a su círculo de necesidades. Incluso el grado cero de control sobre la pureza o el origen de muchas sustancias hace que su autorregulación sea muy difícil incluso para gente bien informada. ¿Quién discrimina quién puede aventurarse y quién no? Bueno, cualquiera que se conozca medianamente, o en muchos casos cualquiera que conozca al otro medianamente. Ningún ciego se anota en una academia de pilotos, y de ser así ninguna academia de pilotos le da un título a un ciego. No hay ningún motivo, con la información objetiva existente luego de generaciones y generaciones de drogones, para no hacer lo mismo con las drogas. Pero eso necesita, aún más que de un marco legal positivo, la revalorización del simple principio de responsabilidad.

He visto a gente hacerse cosas horribles con drogas, he visto personas que jamás deberían haberse acercado a tal o cual substancia destruir su salud y su relación con su ámbito afectivo. No hay una sóla droga que conozca a la que no le encuentre al menos una contraindicación seria. Incluso la marihuana, considerada tan inocua como el agua por sus defensores místicos, produce evidentemente en sus usuarios crónicos un claro deterioro intelectual, sobre todo por su efecto sobre la memoria, un efecto que suele tomarse en broma pero que no tiene nada de gracioso ya que la memoria es nuestra caja fuerte espiritual.

Pero no se trata de eso; siempre me pareció un error fundamental la defensa que algunos legalizadores del porro hacen, esgrimiendo algunas virtudes terapeúticas -unas confirmadas, otras dudosas- del cannabis. Eso es ingresar en la misma lógica comparativa de la Policía de la Salud y suscribir a sus conceptos acerca de lo sano. El argumento definitivo porque se debería legalizar la marihuana para los adultos es mucho más simple: porque no es tu puto asunto lo que yo hago con mis pulmones. Punto.

Conocí el lado oscuro de las drogas cuando era muy joven, antes de siquiera cumplir los 20, cuando vi como una chica hermosa -una de esas porteñas con un corazón enorme y una simpatía que no se encuentra en otros países-, demolió su personalidad, sus vínculos afectivos y su tabique nasal por culpa de una de las adicciones a la cocaína más terribles que yo haya visto. Me impresionó mucho, porque yo estaba enamorado de ella, además.

Uno de los numerosos comics autobiográficos de Robert Crumb lo presenta en una viñeta junto a un viejo amigo, ambos muertos de la risa contándose anécdotas de experiencias de ácido durante los locos años 60. Crumb anota que esas conversaciones eran muy similares a las que su padre tenía con sus amigos veteranos de la Segunda Guerra Mundial. En ningún momento sugiere Crumb que esto implicara una degradación experiencial, sino más bien una constante; la de que los hombres al adentrarnos en la madurez e ir volviéndonos -aún en forma renuente- cada vez más conservadores, tendemos a evocar nuestras horas más osadas de manera recurrente. Pero hay otra cosa, ambas cosas tienen su componente aventurero y su componente social.

La experimentación con drogas fue lo que tuvimos en lugar de una guerrilla urbana. Varios viejos militantes pueden reírse con sorna, pero fue un movimiento clandestino que nunca dañó a terceros, y que sin embrgo fue estigmatizado, perseguido, reprimido y que tiene sus propias bajas, sus muertos, sus presos, sus locos y sus rotos. Ninguno de ellos es considerado mártir, ninguno de ellos fue reivindicado ni cobra pensión alguna. Y sin embargo, cada pendejo que fuma un porro desvergonzadamente en cualquier parque o cualquier playa, sin temor a sufrir más que una ligera reprimenda, puede hacerlo gracias a los que lo hicieron una y otra vez hace 20 años, y fueron apaleados, expulsados, metidos en calabozos y despreciados por hacerlo. No hay memorial que salude su pequeña revolución secreta. Por el contrario, a diferencia del hemisferio norte -dónde los movimientos revolucionarios políticos de los 60 iban de la mano de las revueltas psíquicas y la investigación de los misterios interiores- los militantes tercermundistas, muchos de ellos formados en el catolicismo, tomaron partido inmediato por la represión de las costumbres decadentes y heredadas del hedonismo capitalista. Entre las que estaba la experimentación con los límites del cuerpo y la psíquis, por supuesto.

No había lugar para los pensamientos nuevos en el hombre nuevo; la escena drogona en Uruguay en los 60 era demasiado reducida como para entrar en conflicto con el MLN (en cuyo discurso de cualquier forma eran habituales las referencias al decadentismo burgués y las referencias homofóbicas), en cambio los montoneros argentinos inmediatamente se declararon enemigos de los "faloperos", a quienes dejaron en claro que estaban en la lista de los que no iban a tener lugar en la patria liberada. Este pensamiento subsiste en el discurso de la izquierda latinoamericana, en la desquiciada persecución de los bebedores en la Venezuela chavista, en los fusilamientos o exilios forzados de los traficantes cubanos. Porque el monopolio de lo revolucionario es necesario para el mantenimiento del poder. Pero nosotros -los reventados, los drogones, los malucos- fuimos revolucionarios, y exitosos además.

Nosotros, que fuimos expuestos hediendo a azufre y con escamas en la piel, hablando en lenguas ante nuestros padres. Nosotros, que fuimos expulsados de círculos construídos en nombre de la integración. Que quedamos cegados bajo el sol del verano, en el patio de la comisaría de una sucia ciudad de Rocha. Nosotros que ante la duda dijimos "sí" y que con ese "sí" nos graduamos en una universidad interior a la que ningún presidente predicador asistió jamás. Nosotros, que no teníamos armas de fuego para defendernos. Nosotros, que nos tomamos el pulso asustados en camino a una camilla ominosa. Nosotros, que esperamos el amanecer y el retorno de la cordura. Nosotros, que fuimos comprendidos, clasificados, estudiados, amparados en cuarentena, docepasosizados, medicados, llorados, desahuciados, confundidos y -siempre- subestimados. Nosotros, que fuimos aterrorizados por profesionales del miedo, por mano de obra desocupada en cuyas manos ustedes nos dejaron cuando éramos poco más ue niños. Nosotros, que sabíamos. Nosotros, que lo hicimos. Nosotros, de quienes apartaron a gente que queríamos y necesitábamos. Nosotros, los contagiosos. Nosotros, a quienes nos quieren inocular vergüenza en nuestra hora más luminosa. Nosotros, que estamos en todas partes. Nosotros merecemos respeto.

A ver maricas hipocondríacas, control freaks, cobardes con miedo a la vida y personas a las que les gusta decidir por otros: nosotros los corríamos a castañazos por los patios de los colegios y nos apretábamos a sus novias en los bailes. Nosotros la pasamos tan bien que nos olvidamos de acumular poder, nos disgregamos, nos lastimamos, perdimos una autoridad moral a la que no aspirabamos, usamos nuestro propio cuerpo de campo de batalla, nos extraviamos. Pero aún así no les tenemos miedo. Uno de estos días nos van a haber tocado el culo un poquito de más y vamos a volver a surtirlos como antes y a devolverlos a su limitadísimo papel de organizadores de campamentos e integrantes de las brigadas juveniles de la Cruz Roja. Uno de estos días vamos a estar hartos, y, además de cagarlos a piñas, los vamos a contagiar con todo tipo de bacterias que aún no tienen nombre.

Eso podría ocurrir, apenas recordemos que somos más libres y curiosos que ustedes. Apenas nos reconozcamos en la luz y la sombra. Apenas se pase un poco el dolor y la angustia de conocer.

sábado, 16 de agosto de 2008

La lista de Peter

Hace un tiempo se elaboró una lista de firmas de personas que declaraban públicamente estar en conocimiento o haber sido partícipes de un aborto, como forma de presión para la legalización del mismo. Fuimos centenares o miles los que firmamos y varias veces entré al sitio para revisar los nombres que aparecían en el mismo. Encontré muchos nombres conocidos que me hicieron sentir parte de una comunidad. De otro Uruguay.

Hoy en día me pasa lo mismo con una causa en apariencia mucho más superficial y frívola, la recolección de firmas organizada en el blog http://www.capusottocharrua.blogspot.com/ para conseguir que Canal 5 rompa la maldición de todos los programas relacionados con Cha Cha Cha y emita el brillante Peter Capusotto y sus videos. Ya firmé, pero sigo entrando en el sitio y revisando las firmas, los comentarios y el entusiasmo de centenares de personas dispuestas a exponer sus datos personales sólo para disfrutar de un humorista que está en llamas y que no nos trata como subnormales. Me encanta encontrar los nombres de mis amigos en esa lista, me encanta encontrar nombres de gente que no aprecio pero que de ahora en adelante voy tener más en consideración. Las firmas siguen sumándose y vuelvo a pensar en ese otro Uruguay y en que sigue habiendo gente que no me deja ser del todo misántropo. Como Capusotto, como los que decidieron mover el culo y exigir un espacio limpio en la televisión. Yo, diría Zambayonny, los considero mis hermanos.