domingo, 9 de marzo de 2008

Persistencia de la memoria

Hace ya diez años compré, en una tienda de deshechos de la URSS en la 4ª Avenida de New York, uno de mis objetos más preciados: un reloj automático de la KGB, de esfera azul oscuro, de agujas (los únicos relojes que un hombre puede usar) y con un escudo rojo con la hoz y el martillo. Había muchas cosas interesantes en aquella tienda; uniformes, esos gorros peludos que pueden incinerar el cerebro de cualquiera que los use más cerca del trópico que del ártico, reproducciones de Rushenko, y un tendero ruso viejo y divertidísimo que me contaba que había conocido a algunos uruguayos en Rusia, pero que no se había llevado bien con ellos porque eran "muy fanáticos".

Morboso, elegante, ligeramente siniestro (la KGB no era una fábrica de relojes, recordemos, y la tienda era de objetos usados), ese reloj se convirtió en una de esas cosas con las que uno sabe que va a hacerse uno, indivisible, y que va a simbolizar tanto la extraordinaria circunstancia de su compra como una edad, una estética, algo nuestro.

Seis años después de haberlo comprado el reloj dejó de funcionar. Lo llevé con un legendario relojero de Pocitos, uno de los últimos exponentes de un arte perdido, quién lo arregló pero por poco tiempo. Unas semanas después sus agujas dejaron de moverse nuevamente, volví a llevarlo y esta vez el relojero lo tuvo en estudio durante un buen tiempo. Cuando volví me dijo "mirá, como muchas de las cosas rusas esto está bastante mal hecho y además de una forma complicadísima. Lo desmonté pieza a pieza pero no funciona, está muerto. Comprate algún automático bueno, un Eternamatic o algo así y este dejalo en el cajón".

Yo tenía un Eternamatic, herencia de mi padre y con un enorme karma familiar encima, pero el que me gustaba, el que me gustaría dejarle a un hijo, era mi reloj comunista de esfera azul. Lo guardé con tristeza en un cajón.

En los años que siguieron usé dos relojes distintos, un Seiko de esfera negra, con agujas doradas, y otro que me regaló mi madre -al parecer bastante caro- del que ni siquiera recuerdo la marca. Ninguno de ellos se rompió nunca, ninguno era automático (los complejos mecanismos de balance que hacen que la cuerda de un reloj se cargue por el movimiento son considerados hoy en día demasiado caros y frágiles, sobre todo habiendo baterías tan poderosas y pequeñas) y los perdí sin el menor dolor en menos de un año: uno tenía una correa que me irritaba la muñeca y me lo sacaba frecuentemente hasta que lo olvidé en un bar, al otro se le partió la correa mientras caminaba por el parque y no me di cuenta cuando cayó al suelo. No voy a extrañarlos.

A principios de este año decidí comprarme un nuevo reloj, pero luego me di cuenta de que no lo necesitaba, al fin y al cabo el estar permanentemente con el celular encima me tenía informado acerca de la hora. Pero extrañaba el objeto; nunca usé pulseras pero me gusta tener algo en la muñeca que cumpla de alguna forma esa función, algo de color oscuro y carisma varonil, algo como un reloj de esfera azul de la KGB, por ejemplo. Y entonces pensé, ¿por qué no usarlo, aunque no funcione?

En realidad tenía un montón de respuestas para esa pregunta, de las cuales la más sencilla era que me exponía a quedar como un pelotudo o un cretino cuando me preguntaran la hora -algo que suele suceder sobre todo cuando el reloj en cuestión es grande y notorio-, pero también por el simple aura de impotencia que provoca un reloj que no da bien la hora (excepto dos veces por día, como sabemos los que conocemos los refranes anglosajones), casi como la definición misma de la inutilidad.

Pero a mí me gustaba mi reloj de asesino, así que decidí usarlo de cualquier forma. ¿Ridículo? Claro, como las cartas de amor de las que hablaba Pessoa. Como todo.

Luego de casi un mes de llevarlo sucedió lo que en cierta forma tenía que suceder; un día ví que el segundero se estaba moviendo. No me entusiasmé, al fin y al cabo cuando comenzó a dejar de funcionar también tenía breves períodos en los que funcionaba, deteniéndose inevitablemente un par de horas después. Por las dudas lo puse en hora, esto fue en la noche de Iemanjá, el dos de febrero.

Quid pro quo; hoy, 9 de marzo, el reloj sigue funcionando y apenas lo he tenido que adelantar tres o cuatro minutos un par de veces. El hecho me maravilló pero de una forma serena, como cuando uno contempla la improbabilidad de un simple acto de justicia. Porque es justo; yo le devolví su condición de reloj y el me presta un poco de su encanto criminal, dándome la hora de ir a trabajar con la misma seguridad que alguna vez, en una de esas, dio la hora de matar, incapaz -tal vez como su dueño- de notar una diferencia significativa.

Chupen rueda, promotores de magia berreta y feng shui.