viernes, 23 de febrero de 2007

El verano de las chicas muertas

Camino por la calle que bordea el camping de La Pedrera desde el tanque de la OSE hasta el comienzo del camping de Punta Fría. Su recorrido es paralelo al de uno de los barrancos del balneario, cubierto de eucaliptus, por el que he visto correr carpinchos y familias de esos enormes lagartos de campo con los que soñaba cuando era niño. La calle pasa por detrás del lujoso hotel de La Pedrera y a sus lados se han levantado un buen número de casas nuevas y caras. No me molestan; no son ofensivas a la vista como las construidas sobre los barrancos de la Playa del Barco o como la repulsiva Alarga, y -semi-ocultas detrás del hotel y entre los árboles- no obligan a nadie a contemplarlas todo el tiempo.

Cuando las casas empiezan a ralear, me encuentro con una pequeña valla de madera que me avisa que estoy entrando a Punta Rubia y a su camping. Mientras paseo entre la áspera vegetación natural que zumba con el sonido de cientos de chicharras invisibles, veo asomar detrás de unos matorrales a una vieja especie conocida: un enorme cactus cereus uruguayensis, que levanta sus múltiples brazos hasta unos tres metros del suelo.

No es del todo común ver estos cereus en su entorno natural; hace algunos años se pusieron de moda en las casas coquetas y al ser una planta de muy lento crecimiento como todos los cactus -un ejemplar puede demorar una década en alcanzar un tamaño apreciable- muchos viveros y muchos vivos se limitaron simplemente a arrancar ejemplares existentes y trasplantarlos a sus casas, en ocasiones a lugares despreciables y sin luz donde los cactus se vuelven amarillentos o mueren.

Pero este es un soberbio ejemplar y unos metros más allá veo otro. Me siento tentado incluso a robarme alguno de los brazos para que le vaya ha hacer compañía a mis cactus en Montevideo; allá tengo un pequeño ejemplar que no ha crecido más de quince centímetros en dos años. Pero cuando me acerco descubro cual es el motivo de que esta hermosa planta haya crecido tanto: está rodeada por casi dos metros de la siniestra espina de la cruz, ese matorral espinoso del cual mi abuelo me advertía en Maldonado, contandome historias de cómo eran capaces de atravesar la suela de un zapato y el pie a continuación, causando terribles heridas que no sanaban nunca. Mi abuelo era un gran mentiroso, o más bien un gran exagerador, pero esas espinas son realmente peligrosas.

Entre las temibles espinas de la cruz y las propias del cereus, el mutilar al cactus para adornar una casa parece un trabajo excesivamente peligroso. Un punto para la flora de Rocha en su batalla perdida contra el futuro.

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La cajera del supermercado me ignora mientras bromea con uno de los empleados. No me está despreciando: es la legendaria lentitud rochense en acción, ya casi la había olvidado. Debe ser algo que tiene que ver con el calor y el océano, en ninguna otra parte de Uruguay la gente se mueve tan lento como los rochenses. Mientras espero a que se digne cobrarme la puta agua mineral que estoy intentando pagar y que tengo deseos de regarsela en la cabeza me doy cuenta de que en el fondo es un buen signo: ni los VoxPop ni el gran "estallido" de La Pedrera como lugar fashion ha conseguido que esta mina optimice su trabajo y acelere su ritmo para vender dos o tres botellas de agua en el tiempo de una. Prefiere terminar la conversación antes que ser efectiva, lo cual, si uno lo piensa, no está nada mal. Además no sé por qué mierda me fastidio: por primera vez en mucho tiempo no tengo ningún apuro para ir a ninguna parte.

***

La lectura en vacaciones para mí siempre es una lotería inexplicable. Quiero decir; casi todos los que tienen un cierto hábito de lectura -aunque este se limite a Dan Brown y Ludovica Squirru- encuentran en el verano una situación ideal para leer, ya sea por la disponibilidad de tiempo o por la serenidad del entorno. Yo también, pero no siempre, hay veranos en los que no puedo pasar de la solapa del libro más fascinante y veranos en los que me devoro bibliotecas. Esto tiene algo que ver con las comodidades de las condiciones de veraneo y, sobre todo, con la orientación hedonista de dichas vacaciones. Generalmente cuando hay mucho entusiasmo sexual o muchas drogas en la vuelta, suelo leer menos (aunque esto no explica el por qué es una cosa tan radical, de todo o nada).

Hacía mucho tiempo que no tenía unas vacaciones, así que decidí llevarme una bolsa entera de libros, no porque pensara que los podía llegar a leer todos, sino para tener varias opciones en caso de no entusiasmarme con alguno. Mi plan era, y fue, salir poco de noche y pasármela tirado el mayor tiempo posible, posición en la que la mejor compañía -sin contar a la de una mujer- es la de un libro. Estaba además intrigado por algo: en los dos últimos años leí mucho menos de mi promedio habitual y practicamente nada de ficción. En un principio lo atribuí al exceso de trabajo, pero me tenía un poco preocupado el haber perdido -aunque fuera temporalmente- esa capacidad de abstracción e inmersión imaginativa que sólo se consigue con la buena lectura, ese goce por el lenguaje. Al fin y al cabo, yo no sé lo que le hacen los años a esta afición. O tal vez ya me había leído todos los libros capaces de generar eso en mí.

Esta duda era y es una pelotudez, y a pesar de un pequeño aluvión de malas noticias que casi colapsan mis vacaciones, la segunda noche ya estaba fascinado con un libro, un reader recopilatorio de ensayos y algo de ficción de Susan Sontag, al que practicamente me devoré en la misma noche. En noches subsiguientes seguí con dos pequeños libros de cuentos de Machado de Assis y de Pirandello, entrándole de vez en cuando a una antología de poemas de Robert Creeley, todos ellos textos de una calidad casi inimaginable en el cada vez más pobre panorama de las letras actuales. Pero de todo lo que leí durante las vacaciones nada me impactó tanto como reencontrarme con un escritor que supo estar de moda y que supo ser despreciado cuando dejó de estarlo, y que en el medio fue uno de mis escritores favoritos aunque no fuera el más cool para mencionar en una charla. Me refiero al checo Milan Kundera.

Hacía años que no leía nada de él y el último libro de su autoría que me había caído en las manos, La lentitud, me había parecido malísimo. Pero antes de empezar las vacaciones me topé en una librería de usado con La ignorancia -hasta ahora su última novela- y encontrándola barata (otra señal de lo poco de moda que está el checo) la compré. El asunto era más que nada supersticioso: durante el año me había topado dos veces con el nombre de Kundera, a quién tenía bastante enterrado en el subconsciente. Una vez entrevistando a un director uruguayo que tenía unas filmaciones documentales del grupo checo Plastic People of the Universe, quién contándome fascinantes historias de la Praga de los 60, en la que estudió, me habló sobre una clase dada en su universidad por Kundera, quién era una celebridad semi-clandestina en su momento al que todos los alumnos de la universidad -incluyendo a los que no seguían esos cursos- fueron a ver. Un par de meses más tarde glosé la noticia de que finalmente se había editado La insoportable levedad del ser en Checoslovaquia, convirtiéndose en un best-seller a pesar de la muy conflictiva relación que Kundera tiene con su país natal. Y pocos días antes de toparme con La ignorancia, me encontré con un artículo sobre la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi que también me hizo pensar inesperadamente en Kundera.

La nota volvía a repasar el inexplicablemente popular texto de Peri Rossi llamado Once de setiembre en el que cuenta que cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas ella le estaba explorando la genitalia a su amante (yo estaba durmiendo la mona de una borrachera, hasta que una amiga me llamó para despertarme y avisarme, prendí la tele, vi a toda Manhattan cubierta de humo y me pegué el cagazo del siglo, ¿es eso mucho menos simbólico y poético?) y me hizo recordar la antipatía que tengo por Peri Rossi. Que se debe mucho menos a su obra que a algunas de sus declaraciones, como su insistencia en contarle al mundo que su amigo Julio Cortázar en realidad se murió de SIDA y no de cáncer, un dato totalmente irrelevante e incomprobable que hubiera sido un ejemplo perfecto para el libro de Kundera Los testamentos traicionados, que trata justamente de las deslealtades humanas de los intelectuales y sobre una larga lista de bajezas justificadas en aras de la literatura. Así, leyendo como Peri Rossi se la chupaba a su novia y como el acto exorcisaba la imagen de esas fálicas Torres Gemelas ardiendo, me vino a la cabeza el nombre de Kundera y de una declaración de Peri Rossi -cuando Kundera estaba en su apogeo- que decía que el checo era "un buen escritor pero un mal filósofo". En aquel entonces la derecha había abrazado a Kundera a causa de la implacable denuncia del comunismo real que tienen muchos de sus libros, sin percatarse de lo poco utilizable desde uina óptica de la derecha actual que es un escritor tan ligado con el iluminismo, la modernidad y la alta cultura, intereses que lo ponen invariablemente de punta en contra del camino único que la derecha identifica con la vida feliz. Pero de cualquier forma el checo era una figura incómoda en un tiempo en que -a menos que se fuera Borges- el ser un buen escritor y no ser de izquierda parecía una contradicción. Pero la Peri Rossi encontró la fórmula para anularlo en una sóla frase: Kundera era un buen escritor pero un mal filósofo.

Cualquiera que haya leído a Kundera sabe que decir eso es como decir que Iggy Pop es un buen cantante pero un mal rockero. El estilo de Kundera es tan transparente que hasta el más objetivista de la noveau roman parece un manierista a su lado, lo cual, por supuesto, no quiere decir que dicho estilo no exista, sólo que es utilizado magistralmente por Kundera para filosofar -en tono aparentemente leve- sobre cosas realmente importantes en las que el checo evidentemente pensó un buen rato. No siempre estoy de acuerdo con él, pero es eso lo que lo hace especial; la voz de Kundera es la de una modernidad clausurada por las desilusiones de la izquierda y la brutalidad triunfante del capitalismo tardío. Es una voz de magnífica derrota reflexiva que sólo habla para ajustarle las cuentas de la imbecilidad contemporánea y que, por supuesto, filosofa, porque si mal no recuerdo filosofar es simplemente pensar.

Tal vez a Peri Rossi le rechina una rara virtud de Kundera; la claridad con la que elabora sus teorías históricas o cotidianas, claridad tal que pueden ser entendidas por cualquiera que no sea un imbécil total y que, para algunos snobs terminales, puede ser confundida con levedad. Es algo similar a lo que ocurre con un escritor que posiblemente Kundera aborrezca, Charles Bukowski, rotulado como un trasgresor rústico que escribe sobre borracheras cuando en realidad es un estilista refinadamente sobrio que escribe sobre problemas existenciales. Por desgracia a esta claridad que es ante todo un acto de generosidad suele preferirse la deliberada oscuridad de cierta escuela francesa que va de Marguerite Duras hasta Michel Houllebecq, maestros en aparentar que están diciendo algo profundo cuando no están diciendo un carajo. Como Cristina Peri Rossi.

Así es que agarré La ignorancia el único día que llovió y no lo solté hasta que casi lo había terminado. Tenía miedo de que, como suele pasar con los artistas a los que no se revisa desde hace mucho tiempo, me desilusionara o le encontrara algún defecto que en su momento no hubiera advertido, pero no, me encontré en cambio con una de las mejores novelas de Kundera. Una novela sobre el exilio visto de una forma radicalmente diferente de las visiones legendarias y románticas que se produjeron en la America Latina posterior a las dictaduras, y en cierta forma una especie de continuación muy tardía de un libro magnífico que escribió hace ya 30 años, cuando pensaba que abandonaba simultáneamente a Checolsovaquia y a la literatura: La despedida.

Aquel era un libro muy melancólico y de sorprendente bajo perfil, sin ninguna teoría evidente intercalada con la narración; La ignorancia también es un libro en apariencia modesto pero alcanza leer los capítulos en los que Kundera habla con un desprecio apenas contenido sobre la Praga actual para comprobar que el tipo -que se confiesa próximo a la muerte en un capítulo estremecedor- todavía no perdió las garras. Pero con lo que me gana definitivamente es con su evocación de Arnold Schönberg. Kundera recuerda que Schönberg, posiblemente el músico más importante del Siglo XX y un ego gigantesco, era un firme convencido de haberle asegurado a Alemania el dominio musical en los siglos venideros gracias a su descubrimiento del dodecafonía. Kundera cuenta que si bien la figura de Schönberg fue dominante en el ámbito de la música culta en las décadas posteriores a su muerte, hoy en día está bastante olvidada fuera de los círculos académicos e incluso dentro del circuito de la música culta es raramente interpretada. Y la tésis de Kundera es que eso no es culpa de que el genial vienés se haya sobrestimado sino que sobrestimó el porvenir. Que por competir con Mahler y Stravinski no se dio cuenta de que el futuro era de la música hecha no para ser escuchada sino para ser percibida en fragmentos de ruido a través de mil imposiciones diarias y que el ruido, no la música (cuando hablo de ruido obviamente no hablo del noise, que es otra cosa que, al contrario, necesita mucha atención), era el porvenir.

Kundera escribe: "Pero el porvenir se convirtió en un inmenso río, el diluvio de las notas en el que flotaban, entre hojas muertas y ramas arrancadas, los cadáveres de los compositores. Un día el cuerpo muerto de Schönberg, a merced del trasiego de las olas embravecidas, chocó con el de Stravinski, y los dos, en una reconciliación tardía y culpable, siguieron su viaje hacia la nada (hacia la nada de la música, que es el estrépito absoluto)."

Tal vez si Peri Rossi descubriera sus orejas, siempre tapadas por los muslos de su novia, también escucharía ese estrépito sobre el que el checo advierte con esa mala filosofía que me pasa un dedo frío por la espalda.

***

La verdad es que mientras leo a Kundera, no estoy escuchando a Schönberg sino a Cheb Khaled, el rey del raï, esa especie de pop argelino que a pesar de usar cajas de ritmo y sintetizadores suena árabe por los cuatro costados. Una música que armoniza perfectamente con el rumor del mar y el viento, tan espiritual y sensual que de vez en cuando los líderes islámicos de Argelia mandan matar a alguno de sus cantantes, no vaya a ser que a alguien se le ocurra escuchándolos que el paraíso de los mártires puede ser accesible en la tierra.

Cuando dejo de leer, apago la luz y controlo los ritmos de la respiración durante varios minutos para relajar el cuerpo, y luego me dejo flotar encima de esa voz argelina que tal vez esté cantando sobre Alá, tal vez esté cantando sobre el sexo y en una de esas, ojalá, esté cantando sobre ambas cosas sin poder diferenciarlas.

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Veo muchas parejas disparejas en la playa que va a Punta Rubia; muchas mujeres atractivas y de estupendo físico en su treintena o incluso en sus últimos veintes, acompañadas de hombres cincuentones o cuarentones largos con lentes de sol caros y remeras ambientadas. A primera vista parecen padre e hija, pero una caricia algo impúdica, un beso exhibicionista, deja en claro que no es así. Muchas de las mujeres tienen hijos pequeños que juegan con sus padres, que parecen sus abuelos. Los yanquis tienen un término despectivo para esta clase de mujeres: trophy wifes, esposas trofeo. Son las mujeres jóvenes por las que los empresarios exitosos o los personajes tardíamente famosos dejan a sus primeras esposas, al descubrir que, inesperadamente, mujeres que no les hubieran dado pelota cuando ellos eran jóvenes de pronto les dan entrada, atraídas por la notoriedad, la seguridad, el aplomo o el dinero. Y ellos creen que se lo merecen, que merecen tener un trofeo humano a su lado, como si fuera una etiqueta que indica cuánto valen. Tal vez esto sea sí una señal de la transformación de La Pedrera en un balneario para otra clase de gente, no para los reventados que solían ser sus reyes una década atrás.

Mientras observo esto me doy cuenta de que mi amiga argentina, con la que converso debajo del sol asesino, tiene siete años menos que yo y está estupenda, en la mejor forma física que le haya visto desde que la conozco, y en cambio yo estoy en forma casi esférica, mal quemado, mal vestido y peor afeitado. Supongo que alguno de esos surfistas que me miró con extrañeza mientras se iba a domar una ola debe haber sacado conclusiones igualmente radicales acerca de nosotros dos.

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El último día llega un amigo con algo de faso. Antes de salir de noche para el centro de La Pedrera, donde hay una pequeña fiesta eletrónica, nos fumamos uno y quedo terriblemente colocado. Pienso que es mi desacostumbramiento al porro, pero mi amigo está igualmente impresentable, y mientras caminamos por la playa nuestra conversación parece salida de una película de Cheech y Chong.

Nunca había llegado a La Pedrera de noche, caminando desde la playa de Punta Rubia, y mientras me acerco voy quedando deslumbrado -tal vez con la ayuda del faso- por la belleza nocturna del Desplayado. La pequeña rambla que baja desde la punta rocosa de la península está moderadamente iluminada y, en combinación con las luces de las casas, ofrecen la cantidad justa de luz como para no perderse y sentir una cierta sensación de calidez. Los balnearios de Rocha suelen estar demasiado iluminados, como La Paloma o Aguas Dulces, o ser excesivamente oscuros, como Cabo Polonio y Valizas. Aquí hay la cantidad exacta como para parecer uno de esos pequeños puertos tropicales en los que uno se olvida de su familia y su profesión.

De cualquier forma, para caminar la luz es insuficiente, y me caigo en un enorme pozo en la arena, dándome una considerable piña y sufriendo un ataque de risa que me dura hasta que me duele la cara.

Cuando llegamos a la calle principal, esquivamos a los conocidos porque estamos demasiado colocados como para sostener una conversación elemental. Nos sentamos en una mesa de un puesto de empanadas, pero no podemos pedir nada -además el flaco que atiende está en un profundo ataque de desidia rochense-, pero nos enroscamos en una absurda conversación sobre Natalia, la chica que desapareció de un boliche de Piriápolis hace unos veinte días. Los dos decimos un montón de especulaciones próximas a la irracionalidad total, pero ambos creemos que está muerta.

Después de mucho deambular, bajar un poco el efecto del faso y tomarnos una cantidad asombrosa de cerveza, vamos a la fiesta. Allí bebo como un cosaco y llego a bailar un poco, hasta que es la hora de volver a Punta Rubia, otra vez por la playa. Esta vez, y aunque apenas puedo caminar, no me caigo en ningún pozo. La música del boliche, alejándose y mezclándose con el sonido del mar, parece el mejor ambient que haya escuchado en mi vida. Lo que pasa es que estoy contento, y hacía tiempo que no me sentía tan bien. Hacía tiempo.

Eine kleine Nachtmusik

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Al otro día, el último de mis vacaciones, me levanto con una considerable resaca y voy hasta La Pedrera para hacer unas compras. Veo en los titulares de los diarios que encontraron a Natalia Martínez, la chica desaparecida en Piriápolis, muerta, como todos suponíamos. "Siniestro hallazgo" escriben en automático los muy hijos de puta.

Me acuerdo de una escena de Días de Radio de Woody Allen, tal vez una de las mejores que el neoyorquino haya escrito en toda su vida, en ella se retrata el cómo su familia -al igual que cientos o miles de familias estadounidenses- interrumpen sus preocupaciones individuales para seguir, hora tras hora, las operaciones de rescate de un niño que cayó en un profundo pozo en la tierra. Cuando finalmente lo sacan, el relator de la radio explica compungido que por desgracia el niño ya está muerto. La familia entera se abraza y llora como si hubiera muerto uno de los suyos.

Creo que hubo una reacción similar cuando encontraron el cuerpo de Natalia; habían pasado demasiados días de coberturas especiales y excesivas de casi toda la prensa. Ya todos conocíamos su rostro joven y fresco a través de muchas fotografías, conocíamos a su madre, a su padre, a su hermana y a sus amigos que suplicaban que quién fuera que la había secuestrado la dejara en libertad. Ya estaba muerta y de alguna forma todo el mundo lo sabía, pero nadie está muerto hasta que no se ve su cuerpo definitivamente inerte. Mientras tanto simplemente se está perdido o de viaje. Esa es la obscenidad definitiva de las desapariciones políticas; la imposibilidad de que el mono atávico que todos llevamos dentro pueda enfrentarse a la evidencia irrefutable de la muerte y, a partir de esa visión, empezar a elaborar el duelo. Natalia Martínez demoró un mes en ser encontrada y sólo ese mes de demora amplificó su muerte como una campana espantosa.

Por supuesto era la hermana de alguien que es amigo de alguien, como todo el mundo en Uruguay. Me da pena porque tenía 19 años, era una nena. Ojalá encuentren al asesino y lo maten así nomás, casi como sin querer.

Dos días después, en Montevideo, leo una noticia aún mas terrible: la modelo Eliana Ramos de 18 años fue encontrada muerta en su cuarto por su abuela. Seis meses antes había muerto en forma misteriosa su hermana, también modelo, llamada Luisel, de 22 años. Sobre la muerte de Luisel se había especulado mucho acerca de si habían sido drogas, si había sido anorexia, sin que se llegara a una conclusión decisiva. Tristemente fue la muerte de su hermana la que resolvió el asunto; ambas tenían una deficiencia cardíaca congénita que las fulminó en el mismo año. Conozco a la muerte desde chiquito, pero no en circunstancias tan excepcionalmente tristes. Unos días antes había sucedido algo similar, o peor incluso: una chica adolescente había muerto en un accidente de tráfico cerca de Castillos. Su familia, de Rocha viajó hasta allí para reconocer el cuerpo, al regreso tuvieron un accidente en el que murió su otra hija. Son cosas imposibles de imaginar.

Vi varias fotos de Luisel y Eliana, las modelos muertas, hijas de un futbolista. Eran excepcionalmente lindas y de aspecto mucho más sano que la mayoría de las modelos. Ninguna de ellas tenía esa especie de desgaste prematuro que sufren en el rostro las modelos jóvenes, sino que parecían extraordinariamente vitales y graciosas. Eliana en particular tenía un par de ojos algo adormilados, de esos que hacen que los hombres jóvenes se rompan la cara con otros hombres jóvenes. Pero mientras contemplo su belleza congelada en las fotos tengo presente que estoy mirando a dos chicas muertas, fulminadas por un chiste malo de Dios que algún imbécil considerará toda una paradoja.

Tal vez se considere al del 2007 el verano de los puentes cortados (otra vez), o el verano que los brasileños invadieron Punta del Este, o el verano de los escándalos de izquierda. Yo lo guardo bajo una etiqueta que en una de esas algún día use para algo: el verano de las chicas muertas.

***

Volviendo a Montevideo me pierdo por la ventanilla del ómnibus. No estoy tan relajado como debería estarlo, pero sí más de lo que he estado en los últimos cinco o seis veranos. En los últimos cinco o seis años. El sol enorme y rojo va cayendo sobre las sierras de Maldonado, acentuándo las sombras, los accidentes del terreno y el verde del campo, dibujando rayos entre los pinos que trepan las ondulaciones del suelo. No hay campos como los de Maldonado, esa tierra que en contra de mi propia biografía sigo llamando mi tierra.

jueves, 22 de febrero de 2007

Bye, bye love. I think I'm gonna die

Fue una de las noticias del día: un estudio demográfico confirmó que durante el año pasado emigraron unos 17.500 uruguayos, el doble que durante el 2006 y un número acalambrante si se tiene en cuenta la población del Uruguay. Los demógrafos entrevistados demostraron total perplejidad ante las cifras porque, según ellos, no hay ninguna condición que explique este nuevo éxodo porque las condiciones que suelen fomentar la emigración se estaban revirtiendo: el desempleo está bajando, no hay crisis económica a la vista y los requisitos para los inmigrantes en los países preferidos por los uruguayos (EE.UU. y España) se han endurecido. Así que no saben qué pasa, algún demógrafo aventuró que tal vez fuera que un buen número de los emigrados durante la crisis del 2002 hubieran vuelto para buscar a sus familias. ¿Estuvieron cinco largos años sin poder llevar a sus familias?, les preguntaría yo, ¿y volvieron todos juntos?

Yo, que no soy demógrafo pero me gusta especular con levedad sobre los fenómenos misteriosos, me animaría a decir que en una de esas buena parte de esos casi 20.000 emigrados tenga alguna relación con cuatro fenómenos: el casi total olvido de la gerontocracia actual en gobierno de la importancia simbólica de medidas orientadas a la juventud y sus reclamos históricos, la desagradable política exterior y la desvergonzada continuidad de una política económica que se había comprometido a cambiar, la persistente licuación de los salarios -que no han visto reflejados sobre sí mismos el supuestamente admirable repunte económico-, y la pauperización de una cultura cada vez más infiltrada por sus elementos lumpen. No sé qué hizo que se fueran los 17.500, pero esos serían los motivos que me correrían a mí. Me inclino a pensar que buena parte de estos miles de uruguayos eran de los que se habían quedado con la esperanza de que el cambio de signo del gobierno y el arrivo de una administración de izquierda iba a transformar un entorno que ya no soportaban. Después de esperar dos años dijeron: "a cagar".

Pero también puede ser el simple vacío: en los últimos cinco años mi barra de amigos del liceo dejó de hacer sus acostumbradas reuniones para jugar al fútbol o comer un asado, en parte tal vez fue porque estamos todos cada vez más grandes y cargados de responsabilidades, pero el mayor motivo pragmático fue simplemente la enorme dificultad para juntar un número que ameritara la reunión; la mitad de dicha barra se encuentra ahora desperdigada por España, Inglaterra y EE.UU., países donde tuvieron hijos que ya no son uruguayos y que ya los anclan más a esas tierras que cualquier afecto o familia que hayan dejado acá. No es el peor caso; una conocida mía tiene una foto del año 2000 en la que se encuentra rodeada de sus cuatro mejores amigas, con las que hizo toda la secundaria, ninguna de las cuatro vive actualmente en Uruguay. Uno podría preguntarse, en esos casos, dónde está el país propio.

A mí también me sorprendió esta noticia, porque no me había dado cuenta en absoluto de este flujo migratorio. Al principio pensé que era porque alguien hubiera ocultado el fenómeno. Después me di cuenta de que ya no queda casi nadie que yo conozca, que se pueda ir y que no se haya ido ya.

Temporadas de Vicky

Leí en el diario El País que la comuna montevideana planea, ante el deterioro atroz de los parques montevideanos, re-establecer la figura del guarda-parques, que había sido eliminada en anteriores administraciones.

Si estuviéramos hablando de un hospital, tendríamos que alegrarnos porque luego de quince años su administración está pensando en contratar enfermeros o anestesistas, así que aunque comparto la medida (que además todavía no fue instrumentada) no me voy a alegrar. Hubo un tiempo en que en las fuentes de los parques montevideanos uno podía ver peces de colores. Hoy en día con suerte se puede encontrar en las mismas fuentes la ropa interior de un indigente que decidió unilateralmente convertirla en su baño personal.

Dejo en manos de los sociólogos e historiadores definir el momento en que los uruguayos (debería escribir "los montevideanos" porque en el interior las cosas aún son distintas) dejaron de percibir a los espacios públicos como un bien común a preservar y cuidar, convirtiéndose en cambio en sus enemigos feroces. No sé si hay muchos países en el mundo donde irremplazables esculturas de su edad de oro cultural sean limadas por los adictos para vender los trozos de bronce conseguidos, no sé si en los países donde haya ocurrido algo así la desidia de la burocracia municipal -más preocupada al parecer en cómo conseguir recursos con los que financiar casinos que dan pérdidas y en pagar deudas inverosímiles a gremios degenerados- haya permanecido impertérrita, cavilando, sobre las ruinas de dichos espacios, acerca de la posibilidad eventual de que alguna de las larvas a las que emplea sirva para algo más que para hacerle juicios al resto de la sociedad. En realidad ya no me importa; hoy en día me importan muy poco las causas y las excusas y me preocupa mucho más el simple sentido común, que es el pariente platónico de la propiedad común. Como los parques.

El Parque Rodó ha sufrido las embestidas de los planchas lateros en permanente rastrillo de todo lo que les parezca canjeable, ha sufrido la inverósimil capacidad destructora de la ignorancia montevideana y de personas capaces de tirar su basura al lago por no caminar cinco metros, ha sufrido la expropiación de secciones enteras por linyeras que decidieron que su pobreza o su alcoholismo los hacía acreedores a usar las fuentes como baño y los bancos como cocina, ha sufrido la depredación de su fauna y flora, la sobrexplotación comercial de su lago... Y sin embargo sobrevive y permanece relativamente intacto, tanto de los vándalos como de la genialidad renovadora de arquitectos e ingenieros con ansias de posteridad, por lo que el deambular por los alrededores de su castillo y cruzar sus puentes es, todavía, una experiencia notable y una suerte de pequeño viaje en el tiempo hacia un siglo atrás, cuando la arquitectura no era enemiga ni de la belleza ni de la naturaleza.

El Parque sobrevive, pero como si fuera poca la calamitosa acción sobre el mismo de los destructores lumpen y los oscurantistas religiosos (de vez en cuando se siguen encontrando animales sacrificados en repugnantes rituales umbandistas), hace un año tuvo que sufrir la furia de la naturaleza, cuando el asombrosamente imprevisto tornado que dejó diez muertos por todo el país derribó también una veintena de los más nobles y ancianos árboles del parque. Todos ellos fueron retirados con pereza por la IMM y sus privilegidados funcionarios, pero fracasaron con el mayor de todos, con un gigantesco eucaliptus rojo que cayó en una de las calles interiores, paralela a Gonzalo Ramírez. Los empleados municipales, que demoran unos cuatro años -con suerte- en cumplir los pedidos de poda de los árboles de la calle, fueron al parecer incapaces de trozar el enorme tronco derribado y alguien con un gran sentido de la practicidad decidió dejarlo ahí, pelado, caído y trunco, como una suerte de aporte paisajístico de la naturaleza desatada.

Curiosamente no me pareció una mala idea; la calavera de un árbol tan enorme, que al caer era mucho más anciano que yo o que cualquier persona que camine por Montevideo, es algo ligeramente triste pero que conserva todavía sus rasgos de grandeza. Además es un objeto atractivo sobre el cual cualquier niño puede sentirse Pippin encima de Bárbol u otra fantasía más original. Es decir, está bien, es una especie de monumento al tornado que arrasó la ciudad y sus jardines, primitivos o no.

Pero una cosa es el tronco, sólo, muerto, blanco y exponiendo la enorme cantidad de anillos que delatan su edad, y otra cosa es el mismo tronco intervenido por alguna adolescente que en un ataque de anacronismo e inseguridad decidió decorarlo con su nombre escrito con spray negro. Un buen día apareció sobre el tronco una inscripción que decia Vicky 06. Más o menos a la misma altura del árbol caído está la escalinata donde muere la calle Joaquín Requena, otro hermoso detalle urbano ensuciado por los stencils y graffitis. Puede ser que Vicky o Victoria no encontró espacio dónde escribir su nombre en este muro, es decir, dónde escribirlo y que se vea bien. Y entonces lo grabó sobre el árbol caído, un aporte muy desagradable por su contraste con el verde más o menos natural del resto del parque, pero que, supongo, solía mostrarles a sus amigas con orgullo de rebelde.

Alguien se aburrió en algún momento de ver el nombre de esta imbécil sobre el árbol y se tomó el trabajo de tacharlo con un spray negro similar. El resultado tampoco fue bonito, pero al menos y de lejos podía pasar por una quemadura del tronco, lo que es mejor que nada ya que -por supuesto- a nadie de la intendencia se lo ocurrió durante varios meses intentar borrar esa mugre de un elemento visible en el más notorio de los parques montevideanos. A Vicky no le gustó esa censura, porque (supongo) a ella le gusta recordarse y recordar su intrepidez todos los días, así que pocas semanas después de año nuevo, el tronco amaneció pintarrajeado con un Vicky 07, más grande y más visible aún que la pintada anterior. Y a finales de febrero sigue allí, intacto. A su lado hay otra pintada más pequeña -tal vez obra de la misma Vicky- que dice "Tania y Ariadna Vallan a coger" (sic). Esas palabras son las que Vicky considera que los miles de uruguayos que pasan por Gonzalo Ramírez diariamente tienen que leer, eso es lo que ella cree que el anciano y derrocado eucaliptus merece sobre su corteza.

Yo no conozco a Vicky 06 y 07 pero al mismo tiempo me parece que conozco a cientos de Vickys numeradas, convencidas de que la imposición de su poco distintiva marca personal es esencial para todo el mundo, convencidas de que son especiales por hacer lo que sus menores caprichos le indiquen, seguras de tener razón por ser impunes en su campaña por lo desagradable, por reproducir los detalles urbanos que ven en videoclips etnocéntricos en los que se reproduce la gestualidad de una rebeldía plástica y urbana que en algún momento tuvo su contenido ideológico y estético, pero que ahora está mucho más muerta y vacía que tronco del árbol en cuestión. Y me siento impotente ante semejante despligue de estupidez, insensibilidad y egoísmo, por lo que enfoco toda mi energía psíquica y toda mi fe maligna en una simple maldición urbana que tal vez alguna deidad que desconozco pero respeto a priori (y que seguramente sea de color verde) escuche y, en una de esas, cumpla.

Mi pequeño deseo es este: Vicky 06 o 07, pequeña criatura despreciable, ojalá crezcas tan fea como tus intervenciones ciudadanas, ojalá que tus dientes se vuelvan tan negros como tu firma, ojalá que nadie te desée ni entrelaze su rúbrica con la tuya. Ojalá que tu nombre sea olvidado aunque lo pintes en el firmamento.

martes, 20 de febrero de 2007

A Small Victory

(Para F.S. quién en su momento me rompió los huevos con dedicación y tenacidad con respecto a la gloria de FNM y a quién con diez años de retraso doy la razón)

Hoy en día ya es habitual hablar sobre la rareza que significó ver a una banda como Nirvana encaramada en la cima de los charts, una experiencia extraordinaria que no se ha repetido y que no parece que se vuelva a repetir. Sin embargo, si uno lo piensa, esta popularidad de una propuesta artística íntegra no fue algo totalmente inédito, de hecho ya había sucedido con artistas como los Rolling Stones, Bob Dylan, T-Rex o los Sex Pistols. Y de hecho ya había sucedido apenas un par de años antes con dos bandas formidables a las cuales no se le han reconocido todos los méritos y que, sin suicidios de por medio, fueron mucho más lejos en términos de riesgo musical de lo que Nirvana -una banda carismática, sensible y talentosa, pero muy poco innovadora- intentó siquiera ir, consiguiendo un éxito similar. Me refiero a Jane's Addiction y a Faith No More.

¿Por qué estas bandas, en cierta forma emblemáticas del metal alternativo, no alcanzaron el respeto reverente del que gozan otras bandas populares de la música indie de principios de los noventa -una buena época- como los ya mencionados Nirvana o Sonic Youth o The Jesus & Mary Chain? Me parece que la respuesta está en la palabra metal. A principios de los noventas el heavy-metal aún no había sido reivindicado por los melómanos cultos (en buena parte sigue sin serlo, a no ser de una forma irónica), todavía el druida Julian Cope no lo había declarado el último bastión del rock como rebeldía, todavía los músicos de noise no se habían caído de culo viendo a Jimmy Page, todavía no se habían desempolvado los pedales wah-wah y todavía Black Sabbath era la más terraja de las bandas. Y si bien es evidente la imposibilidad de reducir a bandas como la de Perry Farrell o la de Mike Patton a la simple etiqueta de "metal", está claro que el color de dichas bandas, ese algo indefinido que se pasea desde las ropas de los integrantes hasta el sonido de guitarra que privilegian, es más bien metalero (a la inversa de un Nirvana, que aunque usara descaradamente riffs con origen Black Sabbath o Cheap Trick, poseyó siempre un carisma punk, mucho más aceptable para los rockeros cultos y exquisitos), y el metal -al menos hasta la aparición de Sunn 0)))) y Boris- tiene una pesada carga de connotaciones negativas e infantiles. Pero no es de eso que quiero hablar sino de Faith No More, Mike Patton y el desafío de Angel Dust (a Jane's Addiction los dejamos quietos por ahora).

Conocí, como casi todo el mundo, a Faith No More con el video de 'Epic' y el correspondiente disco The Real Thing. Hoy en día tal vez dicho video no llame la atención por mucho más que la excesiva gesticulación del flamante cantante de la banda (Mike Patton, quien por aquel entonces era casi un niño), o por lo exageradamente pretencioso de la melodía y sus bombásticos arreglos, pero en aquel entonces era música de extraterrestres: un blanco rapeando encima de una base de rock progresivo con piques de thrash... eso era realmente nuevo y sin saberlo estaba sembrando -con una sola canción- las semillas de todo el género que hoy se conoce como nü metal y que tal vez sea el mejor motivo para abominar de Faith No More. Pero en el caso de esta banda esa combinación era una más dentro de un montón de buenas ideas llenas de un eclecticismo por momentos algo. Intrigado compré The Real Thing, pero un par de meses después lo vendí, empalagado por la sucesión de ganchos efectistas, más llamativos que realmente originales, y la excesiva afectación del cantante. Sigue siendo un disco que, aunque haya sido el mayor éxito de la carrera de la banda, para mí no tiene más que marginales intereses históricos.

Pero entonces sacaron el Angel Dust, y eso era otra cosa. Mike Patton, un joven macho alfa que recién entrado en la banda para el The Real Thing se había limitado a escribir (sin demasiado éxito lírico) las letras de los temas de ese disco, pasó al frente, convirtiéndose en el líder espiritual y estético de esta banda de poco cariño interno y desplazando brutalmente al guitarrista Jim Martin, que meses después ya estaría fuera de Faith No More. Cuando salió Angel Dust habían pasado tres años desde la edición de The Real Thing, pero el salto cualitativo que habían pegado fue algo así como si los Beatles hubieran editado el Sgt. Pepper inmediatamente después del For Sale. Definido por la Allmusic Guide como "one of the more complex and simply confounding records ever released by a major label", el Angel Dust es un objeto bizarro, excesivo, asombrosamente ambicioso, caprichoso y no pocas veces genial. Yo, que le había bajado el pulgar a la banda, vi por casualidad el video de 'Midlife Crisis' en MTV, con un Patton totalmente sacado golpeando la nieve con una pala y gruñendo con la cadencia vocal más enérgicamente rítmica que haya conseguido un vocalista blanco, y, asombrado, tuve que conseguirme ese disco de esa banda tan poco cool y de la que ya me había aburrido.

Angel Dust es tal vez el más metalero de los discos de Faith No More y el más violento, pero es sobre todo el más bizarro, y en algunos aspectos un objeto tan trasgresor y ofensivo -musical y líricamente- que hoy en día, cuando inanidades como Green Day son los ejemplos mainstream de rebeldía, su lanzamiento mundial provocaría el desmayo de organizaciones enteras de padres. Patton había tomado las riendas de la banda y la había llevado cerca del territorio de death metal + Frank Zappa + locura carnavalera que caracterizaba el trabajo de su otra banda, Mr. Bungle. Pero los Faith No More no iban a ceder el mando tan fácilmente y nunca dejaron que el Angel Dust adquieriera el tono deliberadamente farsesco y casi autosaboteado de Mr. Bungle. El resultado es un disco clásico, uno de los mejores de la atractiva música alternativa de principios de los años 90, aunque su total carencia de especulación cool haya hecho difícil el notarlo en su momento. A Patton & cía no les molestaba hacer el ridículo expresivo en un momento en que todas las bandas estaban obsesionadas por tener más onda y vestirse mejor que Thurston Moore y los suyos; los Faith No More ni corrían en esa carrera y en lugar de describir elegantes paisajes psíquicos drogados mediante metáforas pseudo-beatnik, preferían hacer canciones sobre hacerse la paja (literalmente, no hay muchas interpretaciones que puedan diferir sobre el tema central de 'Jizzlobber') o armar letras con consejos de galletas de la suerte ('Land of Sunshine'). La única letra no escrita por Patton, la de 'Be Agressive', es una superexplícita descripción de las bondades de chuparsela a alguien y tragar el resultado. Una canción escrita por el reconocidamente homosexual tecladista de la banda, Roddy Bottum, para que la cante con incomodidad el hetero Mike Patton (cosa que nunca sucedió, ya que la bestia Patton la entona con un singular entusiasmo que terminó volviendo al tema un número inevitable en los conciertos). Pero escribir sobre hacerse la paja no es lo mismo que escribir pajerías, y el salto de Patton como letrista en los tres años que separan a este disco de The Real Thing es aún más notorio que el progreso musical. La sucesión de insultos resentidos de 'RV', el horror de 'Malpractice', la imaginería menstrual de 'Midlife Crisis' y la violencia apenas contenida de 'Caffeine' son textos de primera línea, no sólo dentro de la generalmente limitada lírica del heavy metal sino del rock en general. La palabra poesía es posiblemente de las últimas que uno relacionaría con una banda como Faith No More y un tipo con Mike Patton, pero hay una notable calidad poética en el Angel Dust. Además es el disco de 'A Small Victory'.

A hierarchy
Spread out on the night stand
The spirit of team
Salvation is another chance.

A sore loser
Yelling with my mouth shut.

A cracking portrait
The fondling of trophies
The null of losing
Can you afford that luxury?.

A sore winner
But I’ll just keep my mouth shut.

It shouldn’t bother me
But it does.

The small victories
The cankers and medallions
The little nothings
They keep me thinking that someday.

I might beat you
But I´ll just keep my mouth shut.

It shouldn’t bother me
But it does.

If I speak at one constant volume, at one constant pitch,
At one constant rhythm, right into your ear, you still won’t hear.

You still won’t hear.
You still won’t hear....
(You still won’t hear...)

Para los norteamericanos la adolescencia y sus rituales competitivos -expresados generalmente en lo físico, ya sea lo deportivo o lo sexual- es la edad en la que se define si uno es un ganador o un perdedor, y se asigna el karma que se va a llevar por el resto de la vida. Se puede decir que es algo que más o menos pasa en todas las sociedades, pero en ninguna a un nivel tan patológico como en la estadounidense. Es el único país capaz de dedicar decenas de películas a la fantasía de los nerds que triunfan o la patito feo que se queda con el muchacho más buenmozo del colegio. O, más triste aún, a imaginar adultos que por golpes de magia o por casualidades administrativas vuelven a la secundaria para convertirse en populares y sanar sus heridas de adolescente. Esas son catársis compensatorias y ficticias de lo que son rituales de competencia próximos a la tortura, totalmente orientados a la destrucción simultánea de la individualidad no competitiva y de la solidaridad mínima, pero también hay catársis inmediatas y violentas. Uno agarra una uzi y barre a todos los compañeros de clase más populares en la cafetería para luego pegarse un tiro en la boca. O uno forma una banda de rock y escribe algo como 'A Small Victory'.

La canción en sí resume todos los vicios y virtudes de la banda, el riff de apertura elabora una melodía chinesca sobre la que Patton canta una melodía al borde del AOR, intercalando bruscas bajadas de tono, hasta llegar al estribillo rapeado con voz cavernosa. La banda intercala puentes tropicales con toques hawaianos que en el solo de guitarra se convierten en metal industrial puro, produciendo un tema que a pesar de ser predominantemente pop pasa por secciones de funk, de metal y de soul como si fuera un popurri de un animador de fiestas. Melódica y estructuralmente es bastante similar a 'Falling to Pieces', uno de los temas de difusión del The Real Thing, pero a diferencia de esta, que le hacía honor a su nombre pareciéndose más a un monstruo de Frankenstein sonoro que una canción propiamente dicha, las costuras no se le ven y la unidad no se pierde a pesar de sus numerosas fuentes. En cierta forma 'A Small Victory' es en lo musical uno de los mayores éxitos de la voluntad eclecticista de la banda, muchas veces llevada adelante con más cerebralidad que fluídez o armonía. Tal vez no sea el punto cúlmine de la discografía del grupo, mi favoritas siguen siendo la poderosísima 'Midlife Crisis' y la oscura 'Last Cup of Sorrow', pero sí debe ser la más redonda.

Pero no es tanto del delicado equilibrio musical de la canción, siempre al borde de la incoherencia pero sin nunca caer en ella, lo que me interesa sino la contundencia de sus breves versos. No conozco, tal vez con la excepción de la horripilante y efectiva 'We're the champions', ninguna otra canción de rock dedicada al pathos del deportista (me vienen a la memoria alguna incursión rioplatense en el simbolismo futbolista y alguna frustrante nostalgia de los Belle & Sebastian o alguna banda similar de chicos tristes y confundidos), o al menos ninguna dedicada al resentimiento del perdedor en una contienda deportiva. No es que el resentimiento -la flor más bella de la pobreza según Carson McCullers- sea un sentimiento extraño al rock, por el contrario ha solido ser el combustible que lo ha propulsado a sus mayores alturas, pero generalmente se trata de un resentimiento amatorio o social -en el sentido más llano del término-, no conozco otro ejemplo similar al frío resentimiento del deportista adolescente y derrotado que reflexiona en 'A Small Victory'. Hay cosas horribles orbitando a ese muchacho, y la violencia que contienen las oscuras escalas menores del solo o las ominosas bajadas de tono de la voz de Patton está hecha del mismo material psíquico que generó la masacre de Columbine, pero la resolución es radicalmente distinta y extrañamente optimista: "Las pequeñas nadas / me mantienen pensando que algún día / yo voy a poder vencerte / pero mantendré mi boca cerrada".

El resentimiento de 'A Small Victory' es disciplinado, frío y esperanzado. Es el resentimiento de un freak temerario como Patton, un frontman que se lesionó varias veces de entidad por sus piruetas en escena, de un adicto a la cafeína y al trabajo que, como Henry Rollins (a quién se parece hasta un poco físicamente) siempre esquivó las drogas y el hedonismo sexual típico de las bandas de rock para sublimar su instinto dominante en expresiones musicales y líricas que siempre apuntan a lo desconocido y a la frontera de lo aceptable. Tal vez toda la carrera musical de Patton se haya edificado sobre la frustración de alguna derrota similar a la que la canción describe. En todo caso es una forma válida -no me atrevo a escribir "saludable"- de encauzar un río de humillación y miseria propia expuesta ante nuestros ojos. Pero Patton sabe, incluso, dentro de la canción, que esa revancha diferida va a ser inútil porque el momento de quiebre ya va a ser parte del pasado y nadie, excepto él, va a entender el valor de la compensación diferida. A eso es, creo, que se refiere con la helada y rabiosa estrofa final: "Si yo hablara con un volumen constante / con un tono constante / con un ritmo constante / derecho en tu oreja / vos igual no escucharías". Esta estrofa sugiere que, tal vez, Patton no esté hablando en absoluto de deportes, pero Patton siempre ha sido un hombre tímido a la hora de escribir sobre emociones románticas.

Cuando Faith No More se disolvió en 1998, era una banda importante en el panorama del rock mundial. Si bien la intelligentizia de la intelectualidad rockera nunca los respetó mucho y nunca volvieron a tener un éxito del calibre de The Right Thing, todas las nuevas bandas de metal alternativo reconocían su deuda con la banda y en Europa y el Lejano Oriente superaban en popularidad a bandas del tamaño de los Red Hot Chilli Peppers o Pearl Jam. En ese momento los integrantes, que habían superado tormentas interiores del tamaño de tsunamis, decidieron bajar la persiana y dedicarse a sus otros proyectos. Que en el caso de Patton resultaron ser una cantidad, pero ninguno de ellos orientado hacia la popularidad sino, por el contrario, parecieron estar dirigidos a hacer olvidar que el hombre fue una estrella de rock juvenil e intentar inscribirse en el paradigma maldito y glorioso de las bandas de evil indie, de música deliberadamente fea y compleja en la que la intención de agradar es nula o tan retorcida que casi no se percibe. Creó el sello Ipecac (no por casualidad el nombre de un medicamento vomitivo) para lanzar a la banda que formó con integrantes de los Melvins, Slayer, Mr. Bungle y ex músicos de Frank Zappa -Fantômas-, y terminó conformando un plantel de bandas -Melvins, Mouse on Mars, Ruins, The Locust, Queens of the Stone Age, Isis, Guapo, Orthelm, Hella, Unsane- de una calidad tal que pueden hacer creer que el rock no es la porquería conformista que es actualmente. Ipecac, por supuesto, editó los numerosísimos proyectos de este cantante, reconocido workaholic, que van desde el canto lírico hasta el metal dadaísta y onomatopéyico, todos ellos interesantes y todos ellos con un potencial comercial próximo al cero.

No puedo decir que Patton sea uno de mis compositores o cantantes favoritos; siempre tengo la impresión de que -como buen niño eterno- lo domina más el deseo de impresionar que de comunicar. Al igual que su ídolo Frank Zappa, su propio ingenio y capacidad todo-terreno en ocasiones atentan contra la auténtica importancia de su música. Como cantante -y a diferencia de su otro ídolo de enorme rango vocal, el Captain Beefheart, quién siempre mantenía su poder bajo control- frecuentemente abusa de sus formidables cuatro octavas de rango en demostraciones más virtuosas y originales que realmente sensibles. Pero es imposible no respetar a este tipo que en todo momento ha elegido, como si siguiera una misteriosa promesa interior, el camino retorcido del guerrero, cagándose olímpicamente en la fama que disfrutó en su primera juventud y en las legiones de horribles epígonos que entendieron en forma absolutamente equivocada las fusiones que sus primeras bandas promovían. Buzz Osborne (Melvins) le tomaba el pelo en entrevistas, recordando que, si bien él tenía que hacerse cargo por haber influenciado a algunas bandas de grunge espantosas, su karma no era nada comparado con el de Patton, ídolo e inspiración -a su pesar- de porquerías irredimibles como Korn, Limp Biskit, Linkin Park o Incubus, pero alcanza con escuchar el Angel Dust para confirmar que la interpretación que estas bandas hicieron de la obra de Faith No More es tan acertada como la que Mark David Chapman hizo de la obra de Salinger.

Patton, hijo de una época que aún le reclamaba autenticidad a sus ídolos, elaboró en una dirección acertada las reflexiones contenidas en 'A Small Victory' y a la manera de Mohammed Alí descubrió que para seguir siendo el más grande a veces hay que dejar de ser el campeón. Hoy en día no se lo va a ver gesticulando en MTV ni aporreando la nieve frente a las cámaras, pero es un músico que puede mirar a su costados y encontrarse en el escenario con colosos del sonido y la integridad como Duane Denison, John Zorn o Buzz Osborne o los Dillinger Escape Plan. Y hasta quienes nos aburrimos ocasionalmente con los discos de Fantômas o nos desilusionamos con los de Tomahawk, le reconocemos una estatura similar o superior. Eso, al menos en mi libro, no es una "pequeña victoria". Es un triunfo con medidas de gigante.

domingo, 18 de febrero de 2007

Las falsas opciones

Crónica del ocaso es el apocalíptico nombre que el periodista argentino Hernán López Echagüe le da al libro que acaba de publicar sobre los actuales conflictos ambientales del Río Uruguay. Lo ojeo y parece por lo menos interesante; en lugar de limitarse a describir el accionar de los grupos ambientalistas entrerrianos en contra de las pasteras que pretendían y pretenden ubicarse en las márgenes orientales de dicho río, López Echagüe -residente en Colonia desde hace años- hace una suerte de historia de las agresiones que el ecosistema del río viene recibiendo en los últimos años, sus conexiones con el proyecto de la R.O.U. como productor de materia prima y los cambios que ya se han dado -aún antes de la puesta en funcionamiento de Botnia- sobre lo que supo ser un curso de agua razonablemente limpio y sano.

Pero no es sobre el libro que me interesa hablar -no puedo, ya que sólo leí fragmentos- sino sobre unas declaraciones laterales de López Echagüe. Dice L.E: "Mi visión no es la de un ecologista. Prefiero que se acaben las ballenas blancas del mundo pero que haya gente con dignidad. Si viene el diablo y me dice que se lleva a todos los osos panda y las ballenas blancas, que se los lleve, pero que nadie pase hambre." Genial, entonces, ¿para qué escribir un libro preocupado por el Río Uruguay? ¿Para qué si se va a terminar suscribiendo el mismo argumento que se utiliza para justificar la explotación hasta la extinción del mismo? Y, sobre todo, ¿para qué plantear una posibilidad que no existe y que es más que nada un sofisma? Un sofisma es, recuerdo a lo maestro ciruela, un silogismo aparente que parte de premisas incompletas o falsas. Algo así como decir "No todo lo que brilla es oro. El oro brilla. Luego el oro no es oro".

Es el humanismo ciego y absoluto, que ha emponzoñado a la izquierda desde que está entabló un imposible y contradictorio coito con el cristianismo y su teoría del hombre como patrón y señor de todas las demás criaturas, lo que obliga a un periodista más o menos de izquierda como López Echagüe a abrir el paraguas, no vaya a ser que crean que él trata de defender a los benteveos y no a los niños famélicos. Porque los niños con hambre son la medida de todas las cosas y el justificativo de todo, hasta de que haya niños con hambre. Pero el problema es que es una mentira, una falacia, un sofisma. Tal vez en algún momento de los albores de la humanidad un hambriento pitecantropo le rompió la crisma a la última hembra de gliptodonte para alimentar a los suyos, y desde entonces no existen los gliptodontes ni sus misterios. Y posiblemente la rama genética de ese mismo pitecantropo se extinguió, porque después de comerse a esa hembra ya no hubo gliptodontes con los que alimentar a sus vástagos. El hambre es un fenómeno que, mal que le pese a la retórica de izquierda, rara vez se ve en nuestro país. De hecho los casos registrados recientes de malnutrición se dieron en el departamento de Artigas, el territorio uruguayo sobre el que más agrotóxicos se vertieron y más atrocidades ambientales se cometieron. Esto no evitó el hambre de los niños pobres artiguenses, en cambio les obsequió una variada gama de malformaciones genéticas que hacen parecer a muchos de estos niños el resultado de una tarde aburrida explorando las posibilidades del photo-shop.

Tal vez algunos de los africanos secuestradores de animales, que van a morir en laboratorios mientras son torturados por hombres de ciencia, tengan hambre. Tal vez algunos de los garimpeiros que envenenan ríos enteros y queman bosques grandes como ciudadades para obtener algunos gramos de oro tengan familias hambrientas, pero en estos casos también la oposición es falsa. Ellos siguen con hambre porque la ecuación económica que funciona con su negocio de destrucción es tan injusta que el porcentaje de ganancia que le deja su infame negocio no le alcanza para las necesidades mínimas. Pero si ese porcentaje variara a su favor y su hambre estuviera aseguradamente calmada, él seguiría su tarea de destrucción para calmar otras hambres; el hambre de Nike, el hambre de televisión nueva, el hambre de un polvo extra en el quilombo del pueblo. el hambre de una piedra de pasta base... Y así hasta que la conciencia -ya sea por convicción (educación) o por castigo- del daño realizado sea mayor que su ganancia y sus deseos.

Cuando López Echagüe acepta -porque para la izquierda el ser ecologista sigue siendo una cosa de fifí, de señora aburrida y sin necesidades- que hay motivos pragmáticos que pueden justificar la eliminación de una especie o un ecosistema (aunque la posibilidad de que dicha circunstancia se presente sea igual a cero), López Echagüe hace inútil toda su argumentación a favor de la preservación del río. Si se deja entrar a "el hambre de los niños" o "la dignidad del ser humano" como condicionantes válidas para aceptar un desastre ecológico irreparable, entonces ya se perdió la discusión. Se sea más o menos humanista, se quiera a las personas más o menos que a las especies no humanas, igual se perdió y toda lucha es inútil, porque esa hambre virtual va a existir siempre como amenaza en latencia que elimine argumentos y el hambre real va a seguir tan intacta como lo estaba antes. Si el hambre -virtual o real- de los niños es una licencia para hacer cualquier cosa, no importa el daño que produzca, entonces lo lógico sería comenzar por no destinar ningún recurso a pagar ninguna deuda de ningún organismo internacional en el que no exista hambre. Si fuera así, entonces -antes que arriesgar terreno cultivable y ríos de buena pesca- habría que hacer una redistribución brutal de riquezas que asegurara la comida a todos los habitantes aunque ello implicara la expropiación de todo lujo suntuario. Si fuera así, todos los edificios y vehículos públicos deberían ser puestos a la venta inmediatamente para asegurar la taza de leche diaria de cada uno de los seres humanos en riesgo de perder su dignidad. Pero es más fácil, seguro y admisible envenenar uno de los diez ríos de mayor caudal y fauna de América Latina.

Incluso la propia frase de Echagüe introduce sin querer la falsedad explícita en su formulación. El periodista declara que él sacrificaría a todas las ballenas blancas en virtud de la dignidad humana. Bueno, si lo plantea así yo también, porque las ballenas blancas no existen. A excepción de una, hecha de papel y tinta, que era perseguida por un loco capitán rengo, no para alimentar a los niños hambrientos ni darles dignidad, sino por puro odio, ignorancia y deseo de venganza.

Que no se discuta más en estos términos de chantaje criminal, de sofisma filantrópico. Si se devastan los ríos, las praderas y los bosques. Si los grandes felinos pasan a ser criaturas de museo y el aire se vuelve negro, no va a ser para alimentar a los niños hambrientos. Va a ser para que un propietario de San Rafael redecore su living, va a ser para que la esposa de un ejecutivo pueda usar una crema facial que no le irrite la piel, va a ser para que el hijo de un gerente medio pueda cambiar sus cartuchos de Nintendo, va a ser para que un guitarrista finalmente sustituya los micrófonos de su Gibson, va a ser para que el dueño de una importadora compre un cuadro que su familia va a detestar y que luego será subastado y arruinado involuntariamente al ser almacenado en un depósito húmedo, va a ser para que un niño gordo tenga una mascota exótica de la que se va a aburrir en tres meses, va a ser para que un joven imprima un pésimo poema de amor en un papel de alta calidad en el que los colores de los emoticones no se destiñen. Va a ser por miles de motivos de mayor o menor egoísmo. Ninguno va a ser el hambre o la dignidad. Eso nunca estuvo en cuestión, que nunca se olvide.

lunes, 12 de febrero de 2007

Semana de bondad

Es posible que La Pedrera que yo conocí -ese balneario de culto, canuto y con códigos secretos- esté herida de muerte, o ya muerta. Sin embargo, luego de seis años casi sin salir de Montevideo de vacaciones, apenas tuve una semana libre me fui para allá. Muchas casas nuevas y caras, muchos restaurantes, muchas propuestas turísticas, poca gente. Esto último me parece un alivio.

Sobre la rambla que sube y bordea la península, frente a las rocas del acantilado, hay una casa enorme y fea que no conocía, una caja de cemento llamada "Alarga", de ventanales gigantes que dan al mar. Debajo de ellos hay un fragmento de pared de piedra, con ventana incluida, vestigio de una centenaria construcción anterior. Una placa aclara que ese pedazo de muro es lo que queda de la primera casa de La Pedrera, sobre la cual se hizo "Alarga", que supongo será una abreviación de "verga larga". Es un bonito trozo de pared el de la casa centenaria, se nota que era una vivienda mucho más interesante que esta porquería ostentosa que la suplantó y que no combina con el resto de las construcciones de la rambla. Pero no entiendo para qué lo dejaron; ¿creen sus dueños o los arquitectos que edificaron "Alarga" que ese detalle los hace más sensibles ante la gente que apreciaba la fisionomía arquitectónica original del balneario? ¿habrá sido un requerimiento cosmético de la intendencia de Rocha, la más fundida y corrupta de las administraciones departamentales, para permitir el destrucción de un edificio histórico? Mi sobrino tiene una teoría más atractiva; me dice que para él dejaron ese fragmento de pared sólo para que todos sepan que ellos la hicieron mierda.

Los enormes ventanales de "Alarga", permiten ver un amplio living con una moderna cocina integrada en su centro. Ninguna biblioteca y ningún cuadro en las coquetas paredes blancas. En la entrada del garage una mujer lustra con esmero el capot de la camioneta Nissan 4 X 4. Gente fea que vive en una casa fea dedicada a actividades feas en un lugar hermoso.


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La última vez que estuve más de 24 horas en La Pedrera fue en el verano del 2001. Había recibido el milenio en una de las fiestas más salvajes y divertidas a las que fui en mi vida. Unos días después llegó un amigo de Inglaterra con un razonable cargamento del ectasy más puro que haya probado hasta el día de hoy. No por casualidad fue en ese verano que entendí la gloria y belleza de los Stone Roses. Una mañana, aún colocado y con "Mersey Paradise" sonándome en el walkman, encontré una suerte de piscina natural entre las rocas de la península. Un espacio profundo, de unos cinco metros de circunferencia y con una entrada al mar más bien pequeña, que permitía la renovación del agua pero sin provocar ondulaciones. Gracias a la salada agua oceánica, uno podía flotar haciendo la plancha sin tener siquiera que moverse y sin que ninguna ola te perturbara. Recuerdo haber casi conseguido el imposible de dormitar acostado sobre el agua.

Busco esa piscina entre las formaciones rocosas que le dan nombre a La Pedrera y no la encuentro, ni siquiera cambiada o inundada. Supongo que en seis años pueden haberse movido algunas rocas, pero me resulta rarísimo. Lo más probable es que haya buscado en el lugar equivocado. Sin embargo, después de fracasar, me cruzo -en la calle principal- con un flaco con una remera de Stone Roses, posiblemente la primera que veo en mi vida. Me parece que significa algo. Soy un hombre supersticioso que ve en las casualidades escrituras de advertencia, en idiomas que necesitan sacrificar la razón para ser aprendidos.

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El poco citado hoy en día Julio Cortázar sostenía que si uno le presta atención a las casualidades y las escucha ("se hace poroso" es su expresión exacta), termina atrayéndolas. Y bailando su música taoísta, yo agregaría.

En la cabaña en Punta Rubia que alquilé escucho el bellísimo As Quatro Estaçoes (1989) de Legião Urbana. Es uno de los discos más emotivos que conozco pero al que siempre escuché bajo la maldición de una frase de una chica de San Pablo, quién tras escucharme hablar entusiasmado sobre Renato Russo y su grupo me dijo algo así como "sí, todo bien, pero las letras de ese tipo (cara) parecen salidas de un libro de autoayuda". Es cierto, Russo -y especialmente en este disco- está todo el tiempo tirando línea tras línea, y su filosofía de frases hechas de bar es a veces empalagosa, pero incluso frases como "É preciso amar as pessoas como se não houvesse amanhã / Porque se você parar pra pensar / Na verdade não há" se justifican y resignifican en base a la simple pasión que el tipo les ponía encima al cantarlas. Hay formulaciones que uno asocia inmediatamente con clichés o con consejos de revista barata, pero eso puede ser también simplemente por la cooptación y el abuso de ideas que no pueden decirse de muchas formas distintas.

Esa canción, 'Pais e Filhos' culmina con un concepto casi reaccionario pero imposible de no compartir a medida que uno va haciéndose mayor (aunque Russo era apenas un veinteañero cuando lo escribió): "Você diz que seus pais não entendem / Mas você não entende seus pais / Você culpa seus pais por tudo, isso é absurdo / São crianças como você / O que você vai ser quando você crescer?". Un día, después de almorzar, escucho el As Quatro Estaçoes dos veces de corrido y me voy caminando por la playa hasta La Pedrera. Al llegar paso por la puerta del restaurant de unos conocidos y veo a uno de ellos contemplando extasiado a su hijo de tres meses, a quién está hamacando en su cochecito de bebé mientras lo mira como si fuera el mayor espectáculo del mundo. Inverosímilmente está escuchando 'Pais e Filhos'.

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La punta rocosa de La Pedrera dividió, años atrás, a las generaciones; mientras que los jóvenes, los surfistas y los drogones iban al oeste, a la peligrosa playa de El Barco, las familias, los mayores y las personas en busca de relax optaban por la más serena playa de El Desplayado, al este. Yo ya ni siquiera elijo, me quedo a medio camino entre El Desplayado propiamente dicho y la playa de Punta Rubia, que la continúa y va cambiando de nombre durante decenas de kilómetros hasta llegar a Cabo Polonio. Pero me arrimo varias veces hasta El Barco para curiosear, descubriendo que definitivamente dejó de ser la playa con más onda del balneario. El motivo, creo, es una vez más, de pura fealdad arquitectónica. No solo habían coronado los barrancos que dan a la playa -zona en la que antaño solía acampar ilegalmente- con una serie de casas idénticamente desagradables y de un color celeste lechoso, sino que alguien le vendió la mitad de la bajada de la playa a un desgraciado que edificó el objeto más repulsivo que uno pueda imaginarse, ahí, en un terreno que nadie va a convencerme de que estaba originalmente autorizado para la edificación. Ocupando unos 1.000 m2 y visiblemente inspirada por lo que conozco de las construcciones de Miami, ahora se levanta -practicamente en el medio de la playa- una propiedad rodeada por una valla de madera que lamentablemente no es lo bastante alta como para ocultar por completo los horribles bungalows que aisla. Unas casas cuadradas, colocadas en hilera y que componen una sola propiedad que imagino será el sueño realizado de algún futbolista o productor televisivo, y que -salpicada con palmeras y detalles más bien kitsch- parecen un ejemplo práctico de mal gusto desencadenado. Puta, esta era la playa más elegante y agresiva de todo Rocha. Hoy apenas veo algunos grupos escasos de chicos, evidentemente indiferentes a una contaminación visual que hace parecer a la fábrica de Botnia una construcción de Frank Lloyd Wright.

De cualquier forma esta ostentación de grasa cara me viene bien para explicarle con un ejemplo práctico a mi sobrino el por qué el dinero es la medida de todas las cosas y por qué la violencia se justifica más veces de lo que a uno le dicen.

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Cuando empecé a venir a La Pedrera a principios de los 90, era un sitio de particular carisma, gobernado extraoficialmente por un grupo de muchachos veinteañeros de Pocitos y Punta Carretas que comían hongos, fumaban cantidades inverosímiles de porro y se levantaban a chicas deslumbrantes, incluyendo de vez en cuando a alguna actriz argentina con hambre de naturaleza y de echarse un polvo con un flaco diez años menor. Pero no era un lugar particularmente cheto, yo conocía a esos muchachos montevideanos devenidos en locatarios, y eran gente divertida y siempre al borde de la quiebra. Por beneficio colateral o mérito propio, recuerdo mi suerte amatoria en mis visitas a La Pedrera como extraordinaria; las chicas del balneario eran más lindas y limpias que las que iban a Aguas Dulces o Valizas, más liberales que las de La Paloma, más simpáticas que las del Polonio, más locas y salvajes que las de Punta del Diablo, más cultas y mejor vestidas que las de Punta del Este y La Barra. Creo que siguen siendo así, pero yo tengo 10 años más y ellas tienen siempre la misma edad perfecta.

Nunca fui un locatario o una cara frecuente de La Pedrera; soy un sanfernandino por tradición y el Cabo Polonio -lugar cuya mística siempre me eludió (salvo la primera vez que lo visité) pero que por motivos prácticos terminó siendo mi residencia durante más de media docena de veranos- es en definitiva el lugar de Rocha que más conozco y al que volví con más frecuencia en esos años en los que uno tiene que ser parte de un balneario. Puede ser que haya sido un monumental error de cálculo.

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No me gustan los cambios del entorno, ni el progreso ni el desarrollo, y no pido disculpas ni abro el paraguas al respecto. Los cambios están bien cuando hablamos de nuestras personalidades, de nuestras proyecciones, nuestras costumbres. Los entornos, por el contrario, deben quedarse quietos para que seamos conscientes de la variedad de nuestras percepción de sitios y fenómenos iguales. Si uno quiere un cambio de entorno, entonces debe moverse, no ensuciar los reconocimientos de las demás personas con su ego. No pueden privatizarse nuestras historias, no pueden ser alteradas solo por la voluntad material de una persona. Lo que quiero decir es que hay cosas que no pueden venderse y, mucho menos, dejarse a cargo de gente que sólo tiene dinero. Estoy a favor de la preservación, la exclusión y la desconfianza. No es que uno tenga tanto tiempo por delante como para que le arruinen el sistema de disparadores psíquicos de su pasado. Eso es propiedad privada, la más privada ya que no puede comprarse ni venderse.

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Un mediodía, mi celular parece haber cumplido su ciclo vital, pero mientras almorzamos en el Comipaso, vuelve a la vida inesperadamente. Mi sobrino está maravillado y especula acerca de lo espantoso que habría sido si no hubiera vuelto a funcionar. El pendejo está obsesionado -como todos los chicos de su edad- por los celulares y sus actualizaciones casi diarias. Yo le explico que he veraneado una treintena de veces sin tener celular y que nunca lo sentí como una falta insalvable. Le cuento que por más moderno y asombroso que sea, no pasa de ser un amplificador de posibilidades que ya tenemos y que no están necesariamente relacionadas con lo que uno viene a buscar en unas vacaciones. Le digo que cuando yo era apenas mayor que él, me iba de vacaciones a Cabo Polonio durante una quincena, y quedaba totalmente aislado de mi familia y mis conocidos montevideanos todo ese tiempo, y que inclusive en balnearios menos agrestes como Punta del Diablo o la propia Pedrera, el comunicarse con Montevideo era algo bastante engorroso que incluía generalmente una larga espera en el local de ANTEL, y una recepción generalmente mala. Y empiezo a explicarle que en ocasiones no es bueno enterarse de todo, estar permanentemente comunicado y disponible, y que a veces la ignorancia y la inaccesibilidad puede ser una bendición. No entiende mucho el asunto, pero yo no quiero ejemplificar revelándole que el mismo celular que él adora tanto sonó esa misma mañana para contarme que alguien de nuestra familia tiene leucemia y se va a morir.

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En febrero el sol se pone detrás de los árboles de los barrancos de La Pedrera, y nunca se ve uno de esos atardeceres melancólicamente wagnerianos como los de la Balconada en La Paloma o los de la Playa Sur en el Polonio. Pero sus últimos minutos diarios alcanzan para teñir de rojo los acantilados y realzar el contraste de los colores de las pieles, las ropas, los lentes. Hay gente hermosa deambulando en los atardeceres de este febrero en el que pude salir de la ciudad y visitarme a mí mismo.

So what

Este es el segundo intento con un blog, ¿por qué? básicamente por necesidad de escribir en primera persona, cosa que no hago en mis otras actividades de escritura. Y, además, ¿por qué no?

De cualquier forma y a diferencia del intento anterior, pretendo mantener un cierto cuidado y acotamiento de temas. Y los comments mediados, to keep the wolves at bay, por supuesto.

Esto, no como siempre sino más que nunca, es territorio privado.